SOLO
hay una forma de leer a Bloom: con amplitud. Él gusta de la estética, del juego
literario de por sí, de la magia de las palabras. Ajena a su concepción se
encuentra la oscuridad sociologizante –que él fustiga llamándola “Escuela del
Resentimiento”–. Claro, Rama y Fernández Retamar tienen lo suyo en los estudios
literarios y no hay que perderlos de vista; pero Bloom te hace amar la
literatura. Cuando uno lee Shakespeare.
La invención de lo humano –uno de sus
libros más célebres quizás, después del afamado El canon occidental–, tenemos al mismo tiempo que al degustador de
un buen texto, a un perspicaz crítico capaz de desmontar los mecanismos de
relojería que componen este. Por ejemplo, cuando te involucras en su análisis
sobre La comedia de los errores, de
inmediato quieres leer la obra para corroborar lo que dice. Y esa es la
originalidad de Bloom: la de ser capaz de seducirte con sus interpretaciones
como lo podría hacer un buen escritor de ficciones. Él busca que veas la
literatura como quien contempla la Mona Lisa: extasiado y suspendido en el
tiempo, sin reparar en las fuerzas histórico-sociales que la han hecho posible.
Bloom es un amante del arte por el arte, te enriqueces leyéndolo.
Lo
mismo no pasa con Ángel Rama. Cuando uno lo lee de pronto en alguno de sus
ensayos, se ve envuelto en una especie de torbellino cuyo centro son las condiciones
políticas y sociales que hicieron posible el texto literario; en otras palabras, el modo de
producción. Rama, y otros como él, parten de la idea que un autor está sometido
a esos condicionantes, los cuales son una especie de titiritero invisible que
someten los hilos de la ficción o la poesía. Un creador pasaría ser algo así
como un modesto operador de la ouija. Precisamente esto es lo que combate
Bloom. Él devuelve la dignidad perdida al autor de un texto en esas escaramuzas
sociologizantes impregnadas de marxismo. Vive y compara escritores de otras
épocas con el que es motivo de la reseña. En ese momento, uno nota su gusto por
la literatura, por la buena literatura. En ese instante, un mecanismo de
selección le permite discenir lo substancioso de lo banal. En Genios se lo puede ver así, en acción,
cuando, desde diversas interpretaciones, habla de “El Yavista”. Simplemente
magnífico.
Respecto
a Bloom y un escritor de nuestros tiempos. Cuando Alvaro Vargas Llosa colocó a
Bloom y su libro El canon occidental
en una entrevista a su afamado padre, Vargas Llosa lo obvia, con lo cual un
puede pensar o que no lo ha leído o que nunca ha escuchado de su existencia –lo
que sí sería un tanto sorprendente, pues Bloom es bastante conocido en el
ámbito anglosajón por donde se mueve nuestro premio Nobel–. El hecho aconteció
en 1995, un año después que apareció El
canon[1].
Lo que llama la atención es que en teoría Bloom sería el tipo de crítico que
encajaría perfecto con el productor literario Vargas Llosa: distante de la
oscuridad sofocante consagrada por cierta señoreante crítica, y cercano a sus
puntos de vista en cuanto al amor por la literatura en sí. Vargas Llosa siempre
menciona a Edmund Wilson como su modelo de crítico literario; pero nunca a
Bloom. A menos que la admiración del escritor peruano por Wilson sea superior
al influjo que ejerce Bloom, se puede comprender esa extraña omisión.
Bloom
brilla solitario en el espectro de la crítica literaria actual, dominada por
enfoques de corte marxista, posmoderno y de género. Es el último de su especie.
Por eso hay que leerlo: porque ya no hay otros –ni habrá en el futuro cercano– que
rompan lanzas como él.
Freddy
Molina Casusol
Lima, 19 de febrero del 2017
[1] Ver Mario
Vargas Llosa. Entrevistas escogidas. Selección y prólogo de Jorge Coaguila.
Tierra Nueva Editores, 2010, p. 290.
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