PARA MÍ la
peor traducción de Madame Bovary es
la hecha por Consuelo Berges para la edición de Alianza Editorial que lleva
como prólogo el primer capítulo del ensayo de Vargas Llosa sobre la novela de
Flaubert, La orgía perpetua. Era
impasable. Debió ser que ese español de la península ibérica, como me decía un
amigo, era para la gente de allá. Felizmente, ya la había leído en la traducción en español latino para
Oveja Negra, en su colección de Literatura Universal, así que no sufrí el
trauma de dejarla a un lado en el primer intento. Eso me ocurrió con Lolita de Nabokov, difundida en un
pésimo pase del francés al español para esas ediciones populares de tapa dura
de la Editorial Seix-Barral. No la pude leer durante años, hasta que cayó en
mis manos la traducción de Anagrama donde ya pude gozar la deliciosa perversión
de Humbert Humbert con Lo, su ninfa hijastra. La Divina Comedía, por su lado, la sentí más cercana en la
traducción de Edaf, y no en la de Cátedra que es más literal, como advierten
sus editores. Un entendido me decía que la traducción autorizada de Nietzche,
es la que ostenta la Editorial Sarpe en La
gaya ciencia. Un amigo me dice que la de Andrés Sánchez Pascual es la
verídica. La verdad, no sé cuál será la competente. Si se trata de filósofos,
este mismo amigo, me comenta que la traducción recomendada por los
especialistas para el caso de Kant es la de Pedro Ribas, que yo tengo en mi
reducida biblioteca en la Crítica de la
razón pura. Y que la que cuenta para Schopenhauer, es la de Roberto Rodríguez
Aramayo, que también tengo –permítanme la vanidad– en El mundo como voluntad y representación, que no sé cuándo voy a
terminar de leer. El tema es que el traductor es un traidor, hace requiebres
para trasladar lo que quiere decir su traicionado. Claro, no siempre podrá
trasladar fielmente los conceptos filosóficos o literarios vertidos por este.
Eso me recuerda, si la memoria no me falla, el problema de transportar a otras
lenguas los giros en las novelas de García Márquez y Vargas Llosa. No es fácil
trasplantar el calor tropical donde habita Remedios la bella o los peruanismos
expresados en los personajes de La casa
verde, a la gelidez europea. Una traducción, creo que en eso es lo que
concuerdan los conocedores, es aquella que recoge el espíritu de un autor y lo
recrea en un lenguaje que deja satisfecho al lector. Eso me pasó, por ejemplo,
con El retrato de Dorian Gray que leí
en la edición de Edaf. Hasta ahora siento la versatilidad poética del
traductor. Hay consenso en pensar que un traductor necesariamente, aparte de
conocer a profundidad el idioma traducido, tiene que ser un artista. Sobre él
pesa la responsabilidad de adaptar los pensamientos de un autor foráneo a la
sensibilidad lingüística del lector. Y también aparece el disgusto en estos
temas. Pienso en la historia, y me remonto a Felipillo, aquel indio ladino que,
cabalgando entre su raza y la invasora, tradujo mal, al parecer, los mensajes de
ida y vuelta entre Pizarro y Atahualpa. Un traidor en toda la extensión de la
palabra. Dicen que la traducción de Las
palmeras salvajes no la hizo Borges, aunque la firmó, sino su madre. Eso
dicen las malas lenguas. No sé, prefiero no traicionar al maestro en esta línea
final al recordarlo.
Freddy Molina
Casusol
Lima, 01 de abril del 2018
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