domingo, 1 de abril de 2018

DE LIBROS Y TRADUCCIONES


PARA MÍ la peor traducción de Madame Bovary es la hecha por Consuelo Berges para la edición de Alianza Editorial que lleva como prólogo el primer capítulo del ensayo de Vargas Llosa sobre la novela de Flaubert, La orgía perpetua. Era impasable. Debió ser que ese español de la península ibérica, como me decía un amigo, era para la gente de allá. Felizmente, ya la había leído en la traducción en español latino para Oveja Negra, en su colección de Literatura Universal, así que no sufrí el trauma de dejarla a un lado en el primer intento. Eso me ocurrió con Lolita de Nabokov, difundida en un pésimo pase del francés al español para esas ediciones populares de tapa dura de la Editorial Seix-Barral. No la pude leer durante años, hasta que cayó en mis manos la traducción de Anagrama donde ya pude gozar la deliciosa perversión de Humbert Humbert con Lo, su ninfa hijastra. La Divina Comedía, por su lado, la sentí más cercana en la traducción de Edaf, y no en la de Cátedra que es más literal, como advierten sus editores. Un entendido me decía que la traducción autorizada de Nietzche, es la que ostenta la Editorial Sarpe en La gaya ciencia. Un amigo me dice que la de Andrés Sánchez Pascual es la verídica. La verdad, no sé cuál será la competente. Si se trata de filósofos, este mismo amigo, me comenta que la traducción recomendada por los especialistas para el caso de Kant es la de Pedro Ribas, que yo tengo en mi reducida biblioteca en la Crítica de la razón pura. Y que la que cuenta para Schopenhauer, es la de Roberto Rodríguez Aramayo, que también tengo –permítanme la vanidad– en El mundo como voluntad y representación, que no sé cuándo voy a terminar de leer. El tema es que el traductor es un traidor, hace requiebres para trasladar lo que quiere decir su traicionado. Claro, no siempre podrá trasladar fielmente los conceptos filosóficos o literarios vertidos por este. Eso me recuerda, si la memoria no me falla, el problema de transportar a otras lenguas los giros en las novelas de García Márquez y Vargas Llosa. No es fácil trasplantar el calor tropical donde habita Remedios la bella o los peruanismos expresados en los personajes de La casa verde, a la gelidez europea. Una traducción, creo que en eso es lo que concuerdan los conocedores, es aquella que recoge el espíritu de un autor y lo recrea en un lenguaje que deja satisfecho al lector. Eso me pasó, por ejemplo, con El retrato de Dorian Gray que leí en la edición de Edaf. Hasta ahora siento la versatilidad poética del traductor. Hay consenso en pensar que un traductor necesariamente, aparte de conocer a profundidad el idioma traducido, tiene que ser un artista. Sobre él pesa la responsabilidad de adaptar los pensamientos de un autor foráneo a la sensibilidad lingüística del lector. Y también aparece el disgusto en estos temas. Pienso en la historia, y me remonto a Felipillo, aquel indio ladino que, cabalgando entre su raza y la invasora, tradujo mal, al parecer, los mensajes de ida y vuelta entre Pizarro y Atahualpa. Un traidor en toda la extensión de la palabra. Dicen que la traducción de Las palmeras salvajes no la hizo Borges, aunque la firmó, sino su madre. Eso dicen las malas lenguas. No sé, prefiero no traicionar al maestro en esta línea final al recordarlo.


Freddy Molina Casusol
Lima, 01 de abril del 2018

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