EN LAS noches de mi primera adolescencia, “Juana Peña”, un pintor de brocha gorda de mi barrio, se quedaba conversando en la ventana de mi casa. Yo estaba impedido de salir. Pero no lo estaba para escuchar las conversaciones lúbricas que “Peña”, sus hermanos y amigos tenían por las noches. Ellos contaban sus incursiones a lupanares del Callao. Los más conocidos: El Trocadero y La Nene. Hablaban de las “gevitas” que entregaban sus cuerpos a los parroquianos, de cómo algunos se “quemaban”* cuando no se ponían un “jebe” (condón). “Peña” se deshacía en descripciones, dramatizaba más su voz cuando explicaba que a los hombres que las mujeres “quemaban” tenían que ponerles penicilina en la “pichula” y que eso era muy doloroso porque lo hacían con una aguja “así de grandota” introducida en el miembro viril masculino. Eso me asustaba. Y “Peña” con cada detalle se mostraba más sádico con sus oyentes (ahora pienso que debe haber sufrido esos trances). Su hermano, “Gordillo”, por su lado, se relamía con las descripciones de las mujeres del “Troca”. Decían que eran unas mamacitas, que tenían una cinturita y que había muchos hombres que hacían fila para cachárselas (perdonen la palabrota). A mí todas esas conversaciones donde se hablaba de la legendaria “yombina”, pastillita que supuestamente servía para estimular sexualmente a una mujer y tirársela fácil, tenían la propiedad de encender mi deseo. Se me llenaba la cabeza de imágenes obscenas. Una noche, no sé cómo, “Juana Peña” y “Gordillo”, me llevaron a El Trocadero. Yo era aún menor de edad, pero pude entrar. Recuerdo que el colectivo, casi a escondidas, y al vuelo, lo tomamos al frente de mi casa, incursionó por la avenida Centenario y luego entró a una boca de túnel toda oscura. “¿Dónde me he metido?”, me preguntaba. En el carro, la gente, puro hombre, por supuesto, estaba apretujada, ansiosa como yo en llegar al paraíso del sexo en el Callao. Luego de atravesar ese largo túnel y doblar una curva, por fin se vio una especie de explanada en la que se podía apreciar carros estacionados y dos edificaciones a los costados. La más grande El Trocadero y la más pequeña El Botecito. Entramos al primero. Creo que fue “Gordillo” quien pagó la entrada (“Viene conmigo” le dijo al guardián que pareció percatarse que era menor de edad). Adentro era como se puede ver en la portada del libro de Shimabukuru, Viaje a las Cucardas, revestido de luces rojas no tan intensas. Precaución que posiblemente se tomó para cubrir la identidad de las prostitutas y los clientes. Las mujeres que ofrecían sus servicios estaban en la entrada de las puertas. No vi mamacitas como el relato de “Gordillo” prometía. Vi mujeres semidesnudas cuyos rostros y cuerpos me informaban de una vida trajinada en el oficio y hasta avezadas por la mirada que tenían. No me animé con ninguna por temor (las palabras de “Peña” tuvieron un efecto paralizante sobre mí) y porque me sentía intimidado con ellas. Además, con lo ansioso que estaba ya que me había escapado de casa, ninguna erección hizo acto de presencia. Ni “Peña” ni “Gordillo” se atendieron con las féminas. Fueron a “sapear”. Nos quedamos un largo rato recorriendo los pasadizos. Luego salimos. Recuerdo, como una especie de alivio, el regreso, atravesando otra vez la boca oscura de ese túnel, para volver a casa. Nunca más me aventuré por la zona. Después, ya de adulto, fui a Las Cucardas, y una noche de sábado recorrí todos los lupanares del Centro de Lima ubicados en los jirones Rufino Torrico, Cailloma y La Colmena (incluido el Grill Tabaris donde una prostituta me alcanzaba una y otra copa de licor cuyo contenido botaba al suelo porque sospechaba que tenía la intención de drogarme). Pero esas impresiones de mi viaje a El Trocadero jamás las olvidé. Fueron parte de mis primeros ardores adolescentes.
*Se llama así al contagio por una enfermedad venérea cuya huella quedaba en la punta del pene.
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