domingo, 1 de junio de 2025

PUENTE AÉREO

EL libro de Faverón dignifica lo que debieron ser los blogs cuando proliferaron por el año dos mil: un espacio ideal para discutir ideas, escribir comentarios de libros o analizar hechos resaltantes, y no en lo que se convirtieron: un lugar de chismes, reyertas y golpes bajos. En cambio, Faverón fue uno de los pocos le dio un trato serio, profesional. Él ya venía de una experiencia periodística en Somos de El Comercio. Su blog, Puente Aéreo, la recogió para la blogosfera. Faverón relata que no sabía cómo hacerlo y que su amigo Daniel Salas, paso a paso, lo orientó. En la primera parte de las tres que lo componen, el autor coloca una serie de artículos que tienen como impronta el antifujimorismo. Así tenemos algunos donde se cuestiona a Keiko Fujimori y la opción política que representa en su enfrentamiento a Humala en la segunda vuelta del 2011. El escritor repite un tip de la época que se lanzó contra su padre, Alberto Kenya: que se había robado 6 mil millones de dólares; tip que nunca fue demostrado y que formó parte de la campaña de satanización al fujimorismo. Desde esa perspectiva, se puede ver Puente Aéreo como la fotografía de un momento en el Perú, donde aún se hablaba de la presencia de una reserva moral, que combatía, con desinfectante en la mano (y lavado de bandera en medio), la corrupción fujimorista. Esa parte se puede decir que envejeció, si se toma en cuenta que figuras como Susana Villarán –que integraba dicho conglomerado– protagonizaron hechos de corrupción. Pero con todo, con las discrepancias del caso, el esfuerzo por dar espacio a argumentos en el debate político, en medio de una jungla de repetidores de frases huecas, es loable. En la segunda sección, correlativo a ese antifujimorismo, Faverón lanza sus dardos contra César Hildebrandt –a quien presenta como un hombre que no sabe nada de cine–, Marco Aurelio Denegri –a quien califica solo como un corrector de estilo– y Beto Ortiz –el “peor escritor de Lima” (aquí hay un exceso; sin intentar caer en el magister dixit, Martha Hildebrandt, a la que juzga más por su cercanía al fujimorismo que por su propia obra, le tenía en buena estima por su correcta forma de hablar)–. Pero no se queda allí, sino que lo apabulla en su interpretación del relato de César Vallejo, “Paco Yunque” (“Qué pasa cuando uno no entiende los cuentos para niños”). En este caso tiene la razón porque el cuento de Vallejo refleja aún esa contradicción que existe entre los que están en la cúspide y la base de la pirámide social, y es la del abuso del que está en desventaja. Un cuento ejemplar, sublevante. No se “victimiza a un cholito” como Ortiz mal entiende. En esta segunda sección, casi finalizando, se destaca las líneas que dedica a Gastón Acurio. Sí, es cierto, se consulta a Acurio, como si fuera el oráculo de Delfos, por diversos temas como la política y la economía, cuando su expertise es la cocina. Acurio de jurado de un concurso literario, es como si se viera a Bryce Echenique, el último de nuestros buenos escritores vivos, preparando una pachamanca. En la tercera sección, dedicada a la literatura, se puede apreciar su interés por Borges en varios post. Textos de coyuntura, de toma de posición frente al racismo o lo que considera el autor es necesario defender (por ejemplo, a su amigo Thays de la horda nacionalista gastronómica que lo quiere ejecutar por confesar que no le gusta la comida peruana), al alimón con relatos de gratos descubrimientos bibliográficos, como el del escritor uruguayo Mario Levrero. Faverón no defrauda; puede caer antipático y pedante de entrada, pero resulta provechoso leerlo.


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