lunes, 16 de enero de 2012

EL MUNDO ES ANCHO Y AJENO


CUANDO Ciro Alegría escribió El mundo es ancho y ajeno, un remolino de recuerdos vinieron a su mente pugnando por dar forma a los relatos de su abuela Elena Lynch, las imágenes de su abuelo Teodoro y las narraciones de los fabuladores populares de Marcabal Grande. Equiparable en muchos sentidos, en tanto acumulación portentosa de evocaciones, y a la forma en que fue concebida (de un solo tirón y en cuatro meses), a Cien años de soledad de García Márquez, El mundo es ancho y ajeno es la suma de los esfuerzos de Alegría que se remontan a las fechas en que concebía La serpiente de oro y Los perros hambrientos, sus dos primeras obras. ¿Cómo fue que estas novelas abonaron el terreno para el advenimiento de aquella? Ocurrió que Alegría, como García Márquez –aunque éste lo haya negado y lo desmienta Vargas Llosa en García Márquez: Historia de un deicidio–, se sirvió de ellas para ensayar y encontrar el tono adecuado para su obra mayor. El escritor peruano buscaba como su par colombiano la pericia técnica que debía ensayar para dar veracidad a la historia de la comunidad de Rumi y perfilar la personalidad de Rosendo Maqui y el Fiero Vásquez, personajes centrales de El mundo es ancho y ajeno. Alegría, sin medir las consecuencias, se dejó llevar por el sabor de su épica y la nutrió de pormenores, detalles, sabrosas anécdotas, paisajes andinos que borboteaban en sus dedos y que, como el color del terruño, el aire lóbrego y áspero de las peñas y las escarpadas pampas, escaparon de su pluma. El escritor simplemente se dejó llevar por sus impulsos, impelido por un tornado. Las cuestiones técnicas, los monólogos interiores, y todo tipo de artificios de las técnicas modernas de narración, están allí implícitos, aunque en forma un tanto rudimentaria, sin que el escritor se haya tomado la molestia en destacarlos. Su manera de narrar inficionada, como han dicho los críticos (Anderson Imbert, sobre todo), de la narrativa del siglo XIX, no constituye un obstáculo para que un lector, acostumbrado a la manera moderna de narrar del siglo XX, no las pueda apreciar. Alegría lleva al lector, como las viejas abuelas llevaban a sus nietos a la cama para contarles un cuento, a compartir con él, trayendo tras de sí las pirotecnias verbales de los fabuladores de su niñez, las historias populares de los pueblos que conoció (el cuento El zorro y el conejo es una pequeña joya del género). Es así como, mientras se va perpetrando el despojo de Rumi en manos de Alvaro Amenábar, conocemos la historia de una bruja y las trepanaciones craneanas, aparentemente extinguidas en tiempos pretéritos. Esta historia, traída de tiempos idos, le da un tono excepcionalmente particular a la novela de Alegría, pues la inscribe dentro de una tradición de superstición regional, y nos permite observar el sistema de creencias aun subsistentes en los habitantes de la zona norte del país que el escritor ha rescatado para dar un eficaz contrapunto al relato central. De igual modo, podemos destacar las historias del Fiero Vásquez y Benito Castro[1], las cuales aparentemente desentroncadas del relato principal se suman como afluentes de un río al torrente de la novela. Los sonidos de la noche, cuando Casiana, apurada, ansiosa, casi dejando el aliento en cada peña, en cada roca, de su travesía en búsqueda del Fiero Vásquez –a quien recurre para intentar salvar la comunidad de Rumi de la eminente desgracia que la asecha–, es uno de los fragmentos, entre los múltiples que salpican la novela, bien logrados por Alegría. La sabiduría proverbial de Rosendo Maqui, que no se inmuta incluso cuando ve peligrar su sitial de autoridad en la comunidad, es conmovedora. Esa actitud del indio Maqui, en contraste con la conducta exaltada de algunos miembros de Rumi, recuerdan las remembranzas pétreas del indio en Tempestad en los Andes; aunque, tal vez, debamos corregir este juicio y señalar certeramente a Uriel García y El nuevo indio como el mejor referente[2]. Es cierto, por otro lado, lo que se ha dicho de esta novela, que para los personajes que se mueven y sufren dentro de ella, el mejor lugar posible es la comunidad[3]. Lo que sucede es que el escritor, depositario de las ideas de su época, deja que éstas se cristalicen en el relato, mezcladas con sus vivencias personales, y otros tópicos que la recrean. La comunidad, pues, aparece como el lugar arcádico y apacible, donde los conflictos se resuelven afortunadamente de la mano de su autoridad principal, el buen alcalde Rosendo Maqui, figura respetada por todos[4]. La separación del terruño constituye un cataclismo para los habitantes de Rumi, quienes se resisten en un primer momento al despojo, para luego dejarse llevar por las contingencias de la realidad. ¿Quién defiende al indio en el Perú?, pareciera ser la pregunta de éstos ante el abuso del gamonal, dueño de la tierra. Por ello, el final trágico de Maqui en manos de sus carceleros, quienes lo retienen en una cárcel lúgubre de provincias, no es sino la imagen simbólica del trauma, el conflicto vivido en los lugares alejados de los Andes, donde el derecho y la ley sólo sirven para expoliar y camuflar injusticias. La muerte de Maqui y la desaparición ulterior de la comunidad de Rumi son el puñal del conquistador clavado en las costillas del indígena, quinientos años después de haber hollado las tierras del Perú.


Notas
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[1] Se puede trazar un paralelo, casi al final de la novela, entre este personaje y el Ponciano Culqui, del "Brindis de los yayas", de López Albújar, tomando como telón de fondo el asunto del progreso de las comunidades indígenas. La diferencia estriba en que mientras Benito Castro cree que: “Tenía que surgir una concepción de la existencia que, sin renegar de la profunda alianza del hombre con la tierra, lo levantara sobre los límites que hasta ese momento había sufrido para conducirlo a más amplias formas de vida” (Ver El mundo es ancho y ajeno, Ciro Alegría, Biblioteca Ayacucho-Hyspamérica, p. 369), Culqui abogaba por la modernidad del pueblo de Chupán (aunque recurriendo a estratagemas para lograrlo: fingiendo asumir la tradición indígena para hacerse elegir autoridad). Una coincidencia entre estos dos personajes consiste en el hecho de que tanto Culqui como Castro, apelaran a la superación de las costumbres que impedían el avance de la comunidad. Es así que se puede entender como “Benito Castro deseaba abatir la superstición y realizar las tareas que esbozaron con Porfirio” (Ibíd.), consistentes, por ejemplo, en desaguar la laguna, que según los tradicionalistas era protegida por una mujer, e irrigar la tierra, cuidada celosamente por el Chacho, especie de guardián de las pampas, y a quienes los comuneros profesaban respeto. Esta actitud, que entraba en contradicción con la de los comuneros defensores de la tradición india como Artemio Chauqui (“La tradición imponía respetar una laguna encantada y él le había vaciado parte de su caudal con una dinamita. El Chacho era maléfico y él había ido a despertar su cólera destruyendo su morada (...) ¡Progreso! El indio no debía imitar al blanco en nada porque el blanco, con todo su progreso, no era feliz”. Ibíd., p. 372) en la novela, fue rebatida por Benito Castro en una asamblea de la comunidad: “Yo quiero a la comunidá y he vuelto porque la quiero. Quiero a la tierra, quiero a mi pueblo y sus leyes de trabajo y cooperación. Pero digo que los pueblos son según sus creencias. Tu bisagüelo, Artemio Chauqui, contaba que los antiguos comuneros creían que eran descendientes de los cóndores. Es algo hermoso y que da orgullo. Pero aura ya nadie cree que desciende de cóndor, pero sí cree en una laguna encantada con su mujer peluda y prieta y en un ridículo enano que tiene la cara como una papa vieja... ¿Hay derecho para humillarse así? No existen y sólo el miedo nos impide trabajar la comunidá en la forma debida” (Ibíd., p. 373). Y rematando su arenga, anuncia: “Esta comunidá será fuerte cuando sus miembros sean fuertes y no teman cosas que el miedo ha inventao...” (Ibíd.). Aquí hay un mensaje muy claro de renovación y cambio, de superación de viejas costumbres que impiden el progreso. Debemos anotar, por otra parte, que la comunidad estaba mentalmente preparada para afrontar estos cambios. Así lo parecen indicar las palabras del comunero Inocencio, con las que prácticamente se zanja el asunto de un modo jocoso: “–Yo –dijo despaciosamente– estoy de acuerdo con Benito. ¿Por qué creemos en cosas perjuiciosas? Yo creo en mi ternerito de piedra que lo tengo enterrao para que proteja la vacada. Pero dos bichos mugrientos no nos van a hacer dar paso atrás en lo que es güeno para la comunidá” (Ibíd.). “Al hacer de Benito Castro –se pregunta Tomás Escajadillo–, hombre que ha vivido dieciséis años fuera de su comunidad, un partidario del progreso, y un enérgico opositor de “creencias” tradicionales, ¿no estaremos frente a un “indio” (que en realidad es mestizo) que ya no vive en el horizonte mágico-religioso de sus antepasados, que ya no comparte un visión mítica del universo? Puede ser”. Nosotros creemos que sí. Para un análisis detallado de la trayectoria del comunero Benito Castro ver "Filiación y derrotero del último alcalde de Rumi", en Alegría y el mundo es ancho y ajeno, Tomás Escajadillo, pp. 101-103.

[2]“No hay duda –acota Tomás Escajadillo– de que Ciro Alegría posee una visión cercana del mundo indio, pero es un mundo que él conoce como señorito, como hijo de hacendados y lo más cercano a versiones populares que posee es la que los relatos (sic) que escuchaba en la hacienda de su padre que él ha utilizado explícitamente en varias de sus novelas. Sin embargo yo diría que la versión de Ciro Alegría es una versión auténtica, a pesar de que su mirada del mundo andino es un poco a través de su condición de señorito, pero señorito amante de la gente pobre, amante de los peones, de los sirvientes de la casa familiar. En todo caso la visión del mundo indígena de Ciro Alegría se eleva hacia su condición de portaestandarte de los conflictos y de los problemas de la masa indígena como mejor se puede ver en ‘El mundo es ancho y ajeno’ ”. Ver Ciro Alegría. 20 años después sigue el debate (entrevista de Jorge Valenzuela a Tomás Escajadillo), en Altavoz, suplemento dominical de La Voz, año I, No. 25, Lima, 15 de febrero de 1987, p. 13.

[3] Escajadillo ha incidido mucho en esto. Ver Alegría y el mundo es ancho y ajeno, Tomás Escajadillo.

 [4] Sara Castro Klaren señala: “Algunas de estas novelas (indigenistas) como El mundo es ancho y ajeno han puesto mucho énfasis en la idealización del lado bueno del indio describiendo las comunidades indígenas como verdaderas arcadias donde la vida es feliz mientras no aparezca el europeo o europeizado”. Ver El mundo mágico de José María Arguedas, Sara Castro Klaren, Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 1973, pp. 85-86. De otro lado, Tomás Escajadillo, dejándose llevar por sus emociones ideológicas, afirma que “la comunidad de Rumi tiene precisamente un signo marxista, por momentos tajante incluso” (Ver Alegría y el mundo es ancho y ajeno, Escajadillo, p. 60). Si se acepta esta premisa de Escajadillo –que nos recuerda la visión romántica de Louis Baudin y el imperio de los incas, al cual veía como “socialista”–, entonces tendríamos que admitir la posibilidad de que ésta fuera clasista. Y esto no era así. Nosotros pensamos que su estructura comunitaria, eminentemente colectivista, fundada en relaciones de reciprocidad y orden mágico, está muy alejada de cualquier corsé ideológico. Pasa que el crítico en cuestión, desde un prisma ortodoxo marxista, cree ver en su análisis de la comunidad de Rumi un orden de este tipo.

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