jueves, 26 de abril de 2012

EL “ESCRIBIDOR” DE JULIO FERNÁNDEZ CARMONA

EMPIEZA MAL, con la pierna en alto. Comienza su ataque quitándole el heráldico “Llosa” para rebajarlo frente al lector. Repite la estrategia que le recomendó Francisco Loayza al Ing. Alberto Fujimori en el debate presidencial de 1990 (que le fue soplada al oído por Montesinos, quien, a su vez, replicó lo que le dijo Hugo Otero, asesor de imagen en el primer gobierno de Alan García: “[hay que] cortarle el apellido a la mitad”)[1]. Eso de por sí causa una mala impresión. Transmite la animadversión –apenas contenida– del crítico por su criticado. Eso se verá corroborado más adelante cuando el lector, salteándose el primer capítulo, pasa de frente al objeto del ataque: las opiniones de Vargas Llosa en materia literaria, desglosadas en los cuatro siguientes.


Fernández Carmona, autor de El mentiroso y el escribidor (bastante copioso en citas, lo cual indica el nivel de lectura alcanzado), trata de demostrar que Vargas Llosa no dice la verdad, se contradice o manipula la información cuando de teoría literaria se trata. Pero la sensación que causa es la de que cae, jaloneado por los preceptos marxistas de su formación, en el cliché ideológico.


Así, y no de otra forma, se puede explicar apreciaciones como esta: 

“En este trabajo (se refiere a García Márquez. Historia de un deicidio), bajo el pretexto de investigar y estudiar la narrativa de García Márquez, despliega de manera pródiga sus conceptos, sus juicios y prejuicios teóricos, que no son sino la recreación de postulados epistemológicos cuya raíz no es otra que la concepción de la burguesía, es decir la concepción reaccionaria”[2].

Utilizar viejas categorías como “burguesía” y “reaccionario” para descalificar a un autor –a quien, de pasada, llama decadente (“Creemos necesario dejar palmariamente definido lo que es un reaccionario, un decadente”)[3]–, es propio de quienes cultivan el lugar común y el pensamiento anquilosado.

No se trata de defender a rajatabla a Vargas Llosa de la miríada de críticos marxistas que tiene. Se trata, por decencia intelectual, que estos críticos muestren respeto al lector, desde la visión marxista que ostentan.

Esto nos recuerda una tesis, harto discutible, presentada en San Marcos. La tesis se llamaba “Ensayo de interpretación marxista de la novela Todas las sangres de José María Arguedas” (1976), cuya lectura hacía palidecer de rato en rato el recuerdo de lo que se dijo en la mesa redonda de 1965, donde se enjuició esta obra de Arguedas.

Prácticamente el tesista –cuyo nombre prefiero olvidar– calificó a Arguedas –si la memoria no me es infiel–, de “reaccionario”. 

En esa línea, pero con mejores argumentos, se encuentra Julio Fernández Carmona. Al entrar en su trabajo, ya se siente ese propósito: dejar mal parado al escritor, de cualquier manera, de cualquier forma, sea como fuere. No hay ponderación, el crítico es víctima de los mismos “delitos” que señala en su acusado: los prejuicios ideológicos. Y no es que Carmona no tenga recursos para argumentar, los tiene; el lector los puede palpar a lo largo de su discurso. El problema es que le gana la ideología. Y eso es un problema, eso es un lastre. 

Un ejemplo de lo anterior. Cuando trata de demostrar, siguiendo a su maestro Angel Rama, que Vargas Llosa niega cientificidad –o carácter científico– a la teoría literaria, cuando iba, con más aciertos que tropiezos, más o menos bien en su exposición, dice lo siguiente: 

“…y con el uso de los «demonios» dentro de esos postulados [teóricos del origen de la creación novelística], lo que pretende es introducir una terminología no científica y, más bien, confusionista e interesada. Por eso hay que decir NO a tal superchería. Y afirmar que la ciencia literaria existe y no se la va estar construyendo y «deconstruyendo» a capricho de nadie” (atrás, recordando a los comisarios culturales de la China de Mao, habla de “confusionismo ideológico”)[4]

En otras palabras, lo que debemos entender de Carmona Fernández es que la teoría literaria es una ciencia, siendo su definición la de la “ciencia” marxista –léase materialismo dialéctico o histórico–; y todo lo contrario, lo que no entra en ese cuadrilatero, puede llamarse, con calma y tranquilidad, “reaccionario” (que es donde sitúa el formalismo de Vargas Llosa). Qué tal crítico.

Todo esto recuerda otro trabajo, también cargado de animosidad en contra del escritor: el de Herbert Morote, Vargas Llosa, tal cual. En este libro, Morote se empeñó, hasta la inmolación, en demostrar la incongruencia moral e intelectual del novelista. 

Cayendo en los linderos de la arbitrariedad, se dedicó a hurgar –con no poca agudeza e inteligencia, hay que reconocerlo– en los escritos de Vargas Llosa, para ironizar sobre su vida y obra, con el fin de dejarlo mal parado frente a la opinión pública. ¿Y qué consiguió con ello? Nada, solo que se le vea como un “biógrafo” cegado por la inquina. Igual camino parece seguir Carmona (pero con mayor esmero y dedicación para barnizar su antipatía).

Por último, para confirmar o desmentir lo que se dice sobre Carmona en estas líneas, el lector tiene que leer todo el libro. Sin embargo, puede tener un adelanto sobre sus preferencias literarias (acordes a su ubicación ideológica). Basta ir al final: Carmona destaca en el agregado llamado “Addenda”, al escritor García Márquez. A este lo considera superior que Vargas Llosa en cuanto al tratamiento del tema del “amor eterno”. Acusa al escritor peruano, en la comparación con el colombiano, de “falta de originalidad” en la novela Las travesuras de la niña mala. Esta es, pensamos, una apreciación, más ordenada por lo que considera la opción política “correcta” (la socialista y revolucionaria, por supuesto). 

En fin, para qué más insistir con él, solo se desmerece.

Freddy Molina Casusol

Lima, 26 de abril de 2012

 


[1] Ver La guerra del fin de la democracia, Jeff Daeschner, Peru Reporting, 1993, pp. 267-268; y Montesinos. El rostro oscuro del poder en el Perú, Francisco Loayza, p. 81.

[2] Ver El mentiroso y el escribidor, Julio Fernández Carmona, p. 77.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd., p. 110.

 

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