miércoles, 11 de abril de 2012

LA BIBLIOTECA DEL FÜHRER

 
La edición en inglés es más seria: aparece, en una foto inédita, con el fondo de su biblioteca detrás de él y el título debajo. En cambio, la edición en español, pensando tal vez que los latinoamericanos somos incapaces de distinguir las maldades del Führer, lo presenta demonizado en una caricatura –de Arthur Szick–, con los ojos inyectados, blandiendo una daga y un portarretrato, cuyo fondo negro contrasta con un par de huesos húmeros blanquísimos sosteniendo un cráneo. Por eso, quizás, no tuvo muchos compradores y lucía solitario en el supermercado donde lo encontré. Porque el libro Hitler’s Private Library de Timothy W. Ryback, un investigador inglés titulado en Harvard que durante diez años ha investigado en lo que quedó de la biblioteca del Führer en la Biblioteca del Congreso, en Washington, no merecía una presentación tan pedestre. 
Pero ¿cómo llegué a este libro que habla de un personaje de la historia tan odiado? Por un amigo, aficionado a toda la literatura que hable del Führer: Martín Santamaría. Martín es una persona versada en la vida de Hitler. Tiene buena parte de su biblioteca cubierta con información sobre la II Guerra Mundial, y, en especial, la que cubre la vida azarosa del hombre que prometió a los alemanes un Reich de mil años. Él hizo que fijara de nuevo la vista en un clásico de Alan Bullock, Hitler. Estudio de una tiranía, que, una década atrás, leí a saltos en la Biblioteca Nacional y no lo pude terminar. (Pero esta vez, alimentado con los detalles sabrosos de Martín sobre la vida de Hitler y los sucesos de la guerra, me zambullí en sus dos volúmenes y, aunque tampoco esta vez he podido acabarlo, pude degustar mejor buena parte de su contenido). Bullock, como Trevor-Roper –cuyo libro Los últimos días de Adolfo Hitler, estoy a la caza–, son dos de las fuentes autorizadas para penetrar en la vida del Führer. Ahora, este libro de Timothy W. Ryback se suma a la lista. 
Ryback en su estudio revela, entre otras cosas, la existencia de un tercer volumen de Mein Kampf (“Mi lucha”), el cual, por razones obvias, no saldrá a la luz: el recuerdo latente del nazismo y la segura probabilidad de no encontrar un editor, son un impedimento. Además, de ocurrir, se convertiría en un libro de culto para los nacionalsocialistas actuales, y esto, para muchos, es preferible evitarlo. Ryback, por otra parte, cuenta la orfandad intelectual del Führer, que lo hizo adquirir libros para cubrir los vacíos de formación que tenía. Sin embargo, la valoración de los libros que éste tenía, iba en proporción directa a sus objetivos políticos. Por ejemplo, para Hitler, Shakespeare y El mercader de Venecia tenían mayor valor literario que Goethe y Schiller, debido a que estos dos autores se habían distraído tratando historias de crisis personales y no como el primero que había hecho de su obra un retrato de todos los defectos de los judíos. Como se observa, como crítico literario, el Führer era muy sesgado. Pero, lo peor, es que Ryback presenta la cantidad de errores ortográficos y de sintaxis que delatan las carencias del jerarca nazi en el uso del idioma alemán. Los encuentra en lo que quedó de los primeros manuscritos del Mein Kampf. No obstante, en otro pasaje, el autor reconoce los esfuerzos del Führer para ser visto como un escritor, en especial, cuando, preocupado por la redacción, mejora notoriamente su estilo en el ya citado tercer volumen del Mein Kampf
Pero ¿cuáles eran las lecturas que excitaron la mente de Hitler hasta el punto de llevar su odio a los judíos a las cámaras de gas? Ryback las revela: Los fundamentos del siglo XIX de Houston Stewart Chamberlain, la Tipología racial del pueblo alemán de Hans F.K. Günther, El judío internacional de Henry Ford y, cuando empieza a escarbar hasta descubrirlo en sus escritos, La muerte de la gran raza de Madison Grant, que, al parecer, fue una poderosa influencia en la escritura del Mein Kampf –el Führer se refería a él como su “Biblia”–. 
Estos libros lo inspiraron –tal vez la palabra exacta sea “afiebraron”– en su proyecto político de extender el dominio de la raza aria a diversas partes del planeta. Pero también, para ser justos, hay que entender que si el antisemitismo tuvo una proyección política en la Alemania nazi era porque los propios germanos creían en la superioridad racial. Hitler no fue más que el exponente, la punta del iceberg, de un pensamiento que estaba presente en la sociedad alemana. Basta ver El triunfo de la voluntad  (1935) de la célebre documentalista Leni Riefenstahl, para darse cuenta hasta qué punto esa manera de pensar estaba inserta en el pueblo alemán, desde el más culto hasta el más humilde trabajador de Alemania.
Por último, el final de los libros de Hitler fue como el final que tuvo a orillas del Volga el 6to. Ejército alemán en la batalla de Stalingrado, durante la II Guerra Mundial: dividido y diezmado hasta su rendición (en este caso, fueron integrados a la biblioteca del enemigo o de personas que los ostentan en sus colecciones privadas); libros que, como los de Fichte, o la biografía de Federico el Grande de Carlyle que regaló Goebbels a Hitler, tuvieron su esplendor en aquel período de la historia, pero que ahora esperamos que no sean de nuevo abiertos para alimentar las megalomanías de un aspirante a dictador. Eso esperamos.

Freddy Molina Casusol
Lima, 10 de abril de 2012

Otros links sobre Los libros del Gran Dictador (Destino, 2010)

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