EN 1989 fue presentada para su aprobación en la
Facultad de Letras de San Marcos, la tesis de bachiller de Carlos García -
Bedoya Maguiña, Para una periodización de la literatura peruana. La tesis fue
precedida de sendos elogios del crítico literario Tomás Escajadillo, quien
había oficiado de asesor del joven García Bedoya. Escajadillo –que por lo
general era circunspecto y de muy poco hablar en las sesiones de Facultad–
aquella vez fue muy locuaz, no escatimó elogios para su asesorado, a quien
presentó como una joven promesa en los estudios críticos de la literatura
peruana. En su alocución destacó que esta durante años había estado bajo el
influjo de Luis Alberto Sánchez, cuyo libro La Literatura Peruana estaba
plagado de errores, y que trabajos como el del joven García Bedoya eran un
aporte para su mejor comprensión. García Bedoya era hijo del distinguido
embajador Carlos García Bedoya Zapata. Venía, pues, acompañado del prestigio
del padre (los profesores de literatura de San Marcos decían: “el hijo del embajador
García Bedoya estudia en la Escuela”).
Luego de las formalidades del caso y las palabras
elogiosas del asesor, la tesis fue aprobada sin mayor trámite. El joven García
Bedoya ya era Bachiller (en una época cuando para ello era indispensable presentar
una tesis). Pasado el tiempo, un año más o menos, encontré en una librería del
centro de Lima, la afamada tesis en forma de libro. Había sido publicada en el
sello de Antonio Cornejo Polar, crítico de renombre y exrector de San Marcos,
Latinoamericana Editores. El joven tesista había recibido un espaldarazo.
Cornejo no era cualquier crítico, su nombre se codeaba con el de Ángel Rama,
crítico uruguayo que cuestionó a Vargas Llosa en el tema de los demonios
literarios cuando este publicó García Márquez. Historia de un deicidio.
Después de pujar el precio con el vendedor, me llevé
el susodicho ejemplar. Ya en mi casa, y acomodado en el sofá, me dispuse a leer
la tesis que un año atrás había aprobado (ya que era miembro, en calidad de
estudiante, del Consejo de Facultad). La primera impresión fue, sin exagerar,
de fiasco. Me parecía que esa artificiosa propuesta de periodización de la
literatura peruana de García Bedoya no era lo que Escajadillo había dicho en el
Consejo: un desarrollo de las ideas literarias de Mariátegui expresadas en sus
7 ensayos, sino que era deudora de la división hecha por Macera en sus Trabajos
de Historia (volumen I), que tiempo atrás había leído en la edición especial de
la Facultad de Ciencias Sociales. Bueno, me dije, no era la primera vez que se
exageraba las bondades de un libro por obra de un apologista, así que lo dejé
pasar. La sorpresa vino después. Me llamó mucho la atención la extensa nota
final con la que el joven García Bedoya dejaba malparado a Luis Alberto
Sánchez, en especial las fechas y datos de nacimiento de ciertos poetas (los de
Lauer y Marco Martos, por ejemplo). Algo había adelantado Escajadillo en sus
elogios a García - Bedoya Maguiña, de que este había hecho una serie de
enmiendos a Sánchez, los cuales habían sido detectados en las sucesivas
ediciones de su Literatura Peruana.
Luego de leer la nota y tener la sensación de que se
había ensañado –con afanes de lucimiento intelectual, creo– con Sánchez, tuve
una inquietud. Echado como estaba en el sofá, me incorporé y fui a mi pequeña
biblioteca. Mi padre hacía muchos años atrás había comprado cuando era
adolescente, y a instancias mías, La Literatura Peruana de Luis Alberto
Sánchez. La abrí, y una por una comencé a cerciorarme si las rectificaciones de
García Bedoya concordaban con las que había publicado en su libro. Y con no
poco sobresalto descubrí que buena parte de ellas habían sido corregidas por el
viejo maestro. ¿Qué había pasado? Cuando veo la fecha de edición, compruebo que
era la de 1981 y las correcciones del joven tesista se habían hecho tomando
como base la de 1975 (como él mismo lo indicó en su nota). Exaltado por el
hallazgo llamé por teléfono a Marco Gutiérrez, profesor de literatura de San
Marcos. Al notar mi tono de voz ansioso por el fono, me preguntó: “¿Qué pasa,
Freddy”? “He descubierto algo, profesor”, le dije. Y le conté. Luego lo
inquirí: ¿Tiene usted La Literatura Peruana de Sánchez”. “Sí”, me dijo. “¿La de
1975?”, volví a interrogar. “No recuerdo”, contestó. ¿Lo puedo visitar en este
momento?”, me atreví a decirle. “Ven”, me respondió. Ya en su oficina, me llevó
a su estudio y sacó los ejemplares de La Literatura Peruana de Sánchez. Eran
los de la edición de 1975. Luego comencé a verificar, una por una, las
rectificaciones hechas por el joven García Bedoya en su nota final. Todo estaba
bien; pero había un problema. Si él había sido presentado como una joven
promesa que iba a enderezar los errores del viejo maestro, ¿cómo podía explicar
que para redactar sus puntillosas correcciones a Sánchez, se hubiera basado en
la penúltima edición de La Literatura Peruana, la de 1975, y no en la última,
la de 1981, donde aquél había corregido buena parte de sus errores? La falta
era tan elemental que hubiera hecho sonrojar a cualquier estudiante de los primeros
años de Estudios Generales de Letras. Lo peor de todo es que había arrastrado
en su error a Cornejo Polar, en cuyo sello, Latinoamericana Editores, había
sido publicada la tesis; a Tomás Escajadillo, quien fue asesor de la misma; y a
Miguel Ángel Huamán, futuro crítico literario, a quien agradecía la lectura del
trabajo (“cuyas incisivas críticas –decía– han ayudado a hacer más riguroso
este modesto esfuerzo”). Ninguno se percató de esta “gaffe”.
Tras tomar un café con Marco Gutiérrez y escucharlo
lamentarse del carácter sociologizante en el que habían incurrido los estudios
literarios[1], me puse a escribir un artículo sobre el asunto, pero me salió
tan malo que desistí en publicarlo. Muchos años después –2004–, visitando la
librería de San Marcos, me topé con la segunda edición de la tesis del no tan
joven García Bedoya. No revisé su contenido porque lo conocía de sobra.
Curioso, me fui a la parte final. Para sorpresa mía ya no figuraba la nota que
había originado el juicio severo del joven crítico con el viejo maestro. En su
lugar los editores habían puesto otra cosa. Advertidos, con seguridad, de que
no era conveniente republicarla, la habían suprimido. Eso es lo que imagino.
Todavía tengo en mi casa esa primera edición, esa en
la que el entonces joven crítico parecía rectificar al viejo maestro. Cada vez
que la veo evoco lo que me dijo alguna vez un amigo: “Freddy, la historia
siempre se repite: el león joven quiere derribar al león viejo”.
Siempre, hasta que el león viejo le recuerda, de un
zarpazo, cuál es su lugar.
Freddy Molina Casusol
Lima, 18 de diciembre de
2013
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