Ni bien exhaló el último suspiro y
sus detractores se le vinieron encima. El último tango en París (1972), que
tuvo como protagonistas a María Schneider y Marlon Brando, fue el motivo de la
discordia. Bernardo Bertolucci ha pasado al recuerdo por esa secuencia, entre
erótica y transgresora, en la que se fuerza a una casi púber Schneider –Mónica
Belluci tuvo una escena más cruda en Irreversible (2002)–. Empero, Bertolucci
ha dejado una huella que está más allá de esa provocación convertida en
fotograma. Fue uno de los grandes directores de la cinematografía mundial. Para
erigirse en ese pedestal ha dejado varias obras maestras, entre las que
destacan nítidamente El conformista
(1970), Novecento (1976) y El último emperador (1987).
Bertolucci,
admirador en su juventud de Jean-Luc Godard, quien le escribió despectivamente
en la parte posterior de una foto de Mao, luego de ver El conformista: «Debes
combatir el individualismo y el capitalismo», tuvo en Pier Paolo Pasolini al
maestro que guió sus inicios en el cine –fue su asistente de dirección en la
película Accatone (1961)–.
El
cine de Bertolucci, un cine profundamente político, se cimentó apoyándose en
las obras literarias de escritores famosos como Borges o Alberto Moravia.
El conformista, adaptación de la obra literaria del mismo nombre de
Moravia, y ambientada en la Italia de Mussolini, es un film, en el fondo,
sutilmente antifascista, muy acorde al espíritu del cineasta. Cuenta la
historia de Marcelo Clerici, un hombre cuya máxima aspiración era la de cultivar
el aurea mediocritas griego, esto es, la de llevar una existencia como la de
cualquier individuo común y corriente. El ideal de Clerici –a la sazón, un
agente fascista– se ve interrumpido cuando se le encarga la tarea de eliminar a
su profesor de filosofía francés. Godard, vio en esta puesta en escena, una
concesión con el enemigo político, lo que provocó un debate sobre el uso que
debe tener el cine.
La escena del baile de Julia, la
mujer de Clerici, y Ana, la esposa del profesor Quadri, sugiriendo una relación
prohibida, ha pasado como una de las escenas más sensuales en la historia del
cine –superada largamente por la protagonizada por Emmanuelle Seigner y Kristin
Scott Thomas en el film dirigido por Polanski, Luna de Hiel (1992)–.
Novecento, en cambio,
es un fresco de la Italia campesina, en la época del fascismo. La película
tiene como eje central la vida de dos personajes que nacen el mismo día y casi
en la misma hora: Olmo y Alfredo. El primero es hijo de padres jornaleros y el
segundo es hijo del hacendado. Esas dos vidas paralelas –que Plutarco habría
reclamado para una semblanza– se confrontan desde la niñez hasta el final de su
vejez, representando la colisión de dos clases antagónicas.
Bertolucci busca claramente esa
oposición ya que responde a un modo de ver el mundo de su tiempo (incluso aún
ahora): socialismo versus capitalismo. El director italiano estratégicamente
divide los momentos históricos del film de acuerdo a las estaciones del año:
primavera, verano, otoño e invierno. El de la caída del fascismo,
significativamente corresponde al de la última estación.
El último emperador constituye
indudablemente la obra cumbre de Bertolucci, la que resume su largo recorrido
en el cine. Para su realización le fue concedido el acceso a la Ciudad Prohibida,
lugar de residencia de los emperadores chinos. La autobiografía de Puyi, Yo fui emperador, le ayudó en la tarea
de recrear la mentalidad y el escenario fastuoso de la China premaoísta.
El film gira alrededor de la vida
de Puyi, el último emperador. Y es a través de su transformación de un hijo del
Cielo a jardinero en la nueva sociedad construida, que se observa la caída de
la dinastía imperial Qing, la invasión japonesa en Manchuria y el arribo al
poder del Partido Comunista en China.
La Revolución Cultural, uno de los
fondos históricos del film, no es motivo de condena por parte del cineasta (ya
se conocían los abusos de la Banda de los Cuatro, liderada por la viuda de Mao,
Jian Qing). Simplemente la presenta y deja que el espectador forme su propio juicio.
Antes de desaparecer, Bertolucci
dejó dos filmes, Soñadores (2003) y Tú y yo (2013), que no hicieron sino
ratificar sus dotes para hacer del cine un espectáculo cargado de una dura y
turbadora belleza.
Publicado en La Jornada Cultural No. 9
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