viernes, 7 de octubre de 2022

YO Y EL UNIVERSO

MIRABA una foto con la alineación de los planetas desde el África y me hice las preguntas clásicas: ¿Qué somos? ¿Hacia dónde vamos? Me imaginaba a los primeros habitantes de la tierra cuando tuvieron la oportunidad de verla por primera vez y pensaba en el asombro que habrían tenido, en sus temores. ¿Qué pensarían mientras atizaban la fogata o se abrazaban entre ellos? Los antiguos griegos quisieron explicar la mínima unidad que podía tener la materia. Los presocráticos como Demócrito pergeñaron el átomo, después de él, creían, no había división posible de la materia. Qué iban a pensar que luego de dos mil años los físicos, para contradecirlos, encontrarían partículas más pequeñas, subatómicas, que llamarían “cuerdas”. Cuando era niño me imaginaba que podía ser astrónomo (pero también era consciente que era un sueño). Veía encandilado la serie Cosmos y al Voyager que tenía a Carl Sagan como piloto. Me gustaba ver Viaje a las Estrellas con Leonard Nimoy interpretando a Mr. Spock, y me hice fan de La Guerra de las Galaxias. También vi conmovido la ternura de E.T. visitando la Tierra. Me intrigaba el escudo de defensa que los científicos norteamericanos diseñaron para proteger su país de un bombardeo de misiles. Eso fue en el gobierno de Reagan. Por esas fechas se hablaba de la bomba de neutrones que podía desaparecer a poblaciones sin tocar los edificios donde vivían. Simplemente los evaporaban. Todos esos temas de ciencia me atraían. Muchos años después, en la adolescencia, tuve la oportunidad de leer Los sonámbulos de Arthur Koestler. Su lectura disparó mi interés en las estrellas. Me intrigaba el cielo, lo que podía existir en el infinito y recordaba esas historias míticas donde se narraba que en el borde del universo había seres monstruosos que devoraban a quienes caían de él. Todo eso formaba parte de la pre-ciencia cuando la humanidad buscaba respuestas a tantas interrogantes, cuando creía que el universo se encontraba dentro de una caja de esferas o imaginaba que un portentoso Atlas lo cargaba. La imaginación suplía la ignorancia. ¿Qué somos? ¿A dónde vamos? ¿Cuál es el sentido de nuestra existencia? Son preguntas que se han hecho los filósofos de la ciencia.

 

Hace algunas semanas hubo un eclipse lunar. La Luna se puso roja, del color de marte. La atención desde diferentes partes del planeta se centró en ese pedazo de queso que hay en el cielo. Las noticias informaban como progresivamente iba adquiriendo un color sanguinoliento. Los que practican la astrología decían que era una Luna en Escorpio en retrogrado con Mercurio. Aseguraban que esa característica conducía a la exaltación de nuestras emociones. Yo soy del signo Escorpio y lo que condujo, casi a postrimerías del eclipse, es que le escribiera a una amiga. Le conté un sueño que había tenido con ella la madrugada de ese día. Creo que el eclipse tuvo algo que ver con esa confesión.

 

¿Qué habrá más allá del infinito? ¿Tendrá un límite? ¿Será verdad lo que dice cierta literatura esotérica que las almas migran de planeta en planeta en su proceso de reencarnación y perfeccionamiento? ¿Que este mundo que vivimos es de tránsito? Como Kepler los humanos comunes y corrientes oteamos el universo, miramos las estrellas, las contabilizamos y encontramos la Estrella del Sur o la Osa Menor. Dicen que desde algún confín del espacio miembros de otras civilizaciones nos visitan. Stephen Hawking advirtió que debíamos evitar el contacto con seres extraterrestres, que ese evento sería como el que tuvieron los indígenas con los españoles en la conquista de América, que por su superioridad tecnológica nos aniquilarían. Pero obstinados como somos hemos enviado una sonda con información de la humanidad. Por allí navega en el confín del universo a la espera que alguien nos descubra.

 

Hay películas como El Día de la Independencia (1996) que recrean una exitosa invasión terrestre –que se convierte en fallida gracias al ingenio humano y el uso de la tecnología elemental a la mano (la implantación de un virus informático en la madre nodriza)– y ¡Marcianos al ataque! (1996) que parodian los filmes de ciencia ficción de los años cincuenta. Incluso durante muchos años se popularizó la letra de una pegajosa canción cubana de Rosendo Ruiz Quevedo que la aludía: “Los marcianos llegaron ya. Y llegaron bailando el cha, cha, cha”. Antes, una humorada de un joven Orson Welles en 1938, hizo entrar en pánico a una nación, cuando anunció en tono dramático la llegada de alienígenas. Lo cierto, al parecer, es que no estamos solos en este vasto universo, sino que hay formas de vida que, si nos atenemos a los avistamientos de objetos voladores no identificados, nos visitan de cuando en cuando. Son una especie de antropólogos del espacio que observan nuestras costumbres. De ser correcta esta afirmación, ¿en qué queda la versión de la Biblia que da cuenta que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza? ¿Qué papel cumple E.T. en la creación divina?

 

El telescopio James Webb da respuesta a Lorenzo, el hijo de Florencia, personaje (que es ella misma) de la novela de la escritora mexicana Elena Poniatowska, La piel del cielo: “¿Por qué el ojo no ve más allá? ¿Por qué no abarca un campo mucho mayor?”. Webb es el ojo de la humanidad que otea ahora en el universo. Es la continuidad, según los científicos, del anterior telescopio Hubble, pero con una notable diferencia: da una visión más nítida de las galaxias y abarca un campo visual mucho mayor. Sus primeras imágenes han puesto sobre el tapete la teoría del Big Bang y ha hecho que los astrónomos duden y revisen el origen de todo. ¿Dónde están los límites del universo? ¿Cómo se originó? ¿Es cierto que un punto que hizo explosión y desató miles de millones de galaxias? Webb acaba de enviar a la tierra unas fotos de los anillos de Neptuno. Los astrónomos han quedado asombrados, como hace un mes les pasó cuando vieron como nunca antes a Júpiter. Lorenzo hubiera quedado impresionado con la existencia de Webb, como le pasó al niño Leo Biederman con el avistamiento de un cometa en la película Impacto Profundo (el arribo del Halley en 1986 generó expectativa en el mundo) o como le sucedió a la Dra. Elli Arroway, interpretada por Jodie Foster, obsesionada en establecer comunicación con vida extraterrestre, en otro film, Contacto. Seguro que sí.

 

Tiempo atrás me encontraba con un conocido y le señalaba lo que nos rodeaba alrededor. «Esto un día va a desaparecer», le decía. Recordaba aquella predicción científica que indica que el Sol iba a absorber a la Tierra. Reforzaba ese pesimismo mío el haber leído las profecías de la vidente húngara Baba Vanga. Ella profetiza que la humanidad va a desaparecer en determinada fecha, pero que antes el hombre iba a llegar a los límites del universo y que lo que iba a encontrar lo iba a horrorizar; que una enfermedad, traída de otro planeta en una nave espacial, iba a minar la especie humana pero que se iba a encontrar el remedio; que el comunismo se iba a imponer en tal fecha y que alcanzaremos la inmortalidad. Borges dictaminaba que, al final, lo que queda es el olvido, la nada. Carl Sagan, apuntando a ese puntito azul pálido fotografiado por el Voyager I, donde se han dado nuestros amores y guerras, que es la Tierra, que está allí inerme, sin visos de que alguna ayuda venga del exterior, decía que flotábamos en una mota de polvo. “Polvo somos y en polvo nos convertiremos”, sentencia un pasaje bíblico. Lo que amamos y odiamos dejará de ser. Por lo pronto, tratemos de vivir una vida plausible y cuando veamos azorados el cielo, como lo hicieron nuestros ancestros, pensemos en los insondables caminos que como humanidad nos queda por recorrer.

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