YO CRECÍ ADMIRANDO a Luis Alberto Sánchez. Su frente
sabia, su voz modulada y precisa, sus ojos perdidos en la ceguera blanca que lo
acompañaba. Admiraba su inteligencia, su vivaz juego de palabras con el que
descolocaba a los periodistas con sus preguntas. “Maestro”, le decían. Y, en
verdad, lo era. Mi tía me decía que cuando era estudiante de San Marcos se
acercaba a hablar con él y que, mucho tiempo después, cuando otra vez lo hizo,
él se acordó de ella. Dueño de una memoria prodigiosa, Sánchez, como se decía
por aquella época, era la inteligencia en persona. Terco militante del Partido
Aprista Peruano y amante de la Universidad Mayor de San Marcos, a la que
llamaba “su eterna novia”, Luis Alberto Sánchez fue
una de las últimas lumbreras intelectuales que tuvo el Perú. Culto, bastante
bien informado, Sánchez, por los años setenta y ochenta, tuvo algunas
apariciones televisivas. Primero en el programa “Testimonio” de César
Hildebrandt; y luego con “La hora de Luis Alberto” que él mismo dirigía en el
canal del Estado, donde derramaba toda su vasta cultura y conocimiento
literario. Yo siempre me preguntaba qué hacía L.A.S. (sigla con la que era
reconocido) al lado de políticos como Carlos Enrique Melgar o Armando
Villanueva, si lo suyo era la literatura, la vida intelectual y el mundo de las
ideas, que ya eran reconocidas en sus libros La Literatura Peruana, La
universidad no es una isla y Proceso y contenido de la novela
hispanoamericana. Era que su sola presencia adecentaba la política, le daba
el toque de inteligencia que necesitaba. Esa era su contribución. Por eso a
muchos no les asombró que integrara la fórmula presidencial encabezada por el
joven Alan García en 1985. Le daba el equilibrio necesario. Sus adversarios
–que no eran pocos– le enrostraban en el plano intelectual que se dejara llevar
por su portentosa memoria –que a veces lo traicionaba– para cometer gazapos en
sus libros. Eso lo recordó Mario Vargas Llosa en El pez en el agua,
cuando contó cómo el riguroso Raúl Porras Barrenechea quedó espantado aquella
vez que el crítico chileno Ricardo A. Latcham dejó malparado a Sánchez, a
propósito de las inexactitudes detectadas en su libro Proceso y
contenido. A mediados de los ochenta, L.A.S., haciendo un alto en sus
labores como vicepresidente de la República, regaló a los lectores y
admiradores de su buena prosa, un conjunto de artículos que fueron publicados
en el semanario “Visión Peruana” dirigido, para variar, por César Hildebrandt.
Escritos buena parte de ellos en primera persona, Sánchez los escribe con una
fluidez envidiable, sin el apuro del cierre, con la sapiencia de un hombre que
supera los ochenta años y quiere, apelando a la confesión íntima, revelar sus
secretos, sus anhelos y angustias. El recorrido de Sánchez en estos artículos
pasa por su infancia y adolescencia, por sus lecturas más queridas Por ello, se
puede decir que estos textos reunidos en Examen de conciencia (Mosca
Azul Editores, 1988) son una especie de memorias anticipadas –o continuadas, si
la memoria no me es infiel, de los seis volúmenes que por esos años salieron a
la luz–, un extracto selecto de lo mejor de su pensamiento. Leer –o releer,
como aconsejaba L.A.S– estos textos es más que un deleite, es una obligación,
sobre todo ahora que andamos carentes de intelectuales de fuste que nos hagan
soñar con las palabras.
Freddy Molina Casusol
Lima, 2 de octubre de 2011
Sobre Luis Alberto Sánchez puede leer el artículo "El intelectual comprometido" del
periodista Raúl Mendoza Tume, publicado en el diario La República.
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