lunes, 25 de junio de 2012

NUEVO LIBRO SOBRE “SENDERO”


Gonzalo Portocarrero ha hecho una larga reflexión sobre Sendero en Profetas del odio, pero hay algo que no encaja. Ha comparado el papel que tuvo Abimael Guzmán con el de Adolf Eichamnn, el teniente coronel de las SS hitlerianas. Y allí hay un error, pues mientras Guzmán dio su visto bueno a matanzas como la de Lucanamarca, Eichmann se limitó a cumplir órdenes  –según repitió éste una y otra vez en el juicio que le abrieron, luego de ser capturado, en 1961–, cuando la Alemania Nazi aplicó la Solución Final en la Segunda Guerra Mundial. Entonces, el papel de ambos fue diferente.

Uno, Abimael Guzmán, emitía directivas y era consciente de lo que mandaba a hacer; y el otro, Eichmann, se conformaba, con ejecutarlas. Por lo tanto, no cabe la menor similitud posible en el desempeño que tuvieron estos dos personajes en los contextos históricos donde tuvieron ocasión de intervenir. (Esto, es decir la responsabilidad moral que le cupo a Eichmann en la matanza de los judíos, ha sido suficientemente estudiado en el libro de Hanna Arendt, Eichmann en Jerusalén).

Portocarrero articula o prefigura, de otro lado, su estrategia de análisis en dos momentos. El primero tiene como marco una pintura que recrea el requerimiento del padre Valverde a Atahualpa y el martirio de Cristo en relación al sufrimiento del indio, del pongo, apreciados en una obra de Arguedas, Los ríos profundos. El segundo está implicado en la iconografía de la pasión de Cristo, tomando como modelo el Señor Nazareno de Huamanga.

El autor, a través de ellos, nos quiere mostrar todo el cuadro de sometimiento y aflicción que padeció la población indígena de los Andes en los años de la insurrección senderista, bajo la imagen del sufrimiento de Jesucristo. Pero, al mismo tiempo, y por oposición, el carácter mesiánico de su fundador, Abimael Guzmán, quien se creyó el ungido para cambiar los destinos del Perú.

Profetas del odio, asimismo, se vertebra alrededor de un examen de la producción discursiva de Guzmán, Elena Iparraguirre –compañera del primero–, Óscar Ramírez Durand –“Feliciano”– y Víctor Zavala Cataño, líderes de Sendero Luminoso. El autor examina sus conductas, teniendo en la mente el recuerdo de la antes mencionada Arendt y su teoría sobre la “banalidad del mal”.

Especialmente interesante en el libro, es el análisis de la obra de teatro de Zavala Cataño, a quien el autor entrevistó en su celda del penal de Castro Castro, donde se encuentra recluido. Es interesante  porque hay escasa información de aquel teatro que sitúa sus raíces en la violencia política que vivió el país en la década de los ochenta.

A excepción del texto de Hugo Salazar del Alcazar, Teatro y violencia (1990), casi no existen estudios –que sepamos– que hundan el espéculo en este género y las formas culturales que Sendero utilizó –y llamó pomposamente “Arte de nuevo tipo”– para acercarse a las “masas”.

El libro de Portocarrero, por último, debe entenderse como una singular lectura del fenómeno senderista basada en una revisión de documentos ya existentes (discursos, fotos, dibujos y vídeos), recopilados durante todos estos años o “bajados” de la internet.

No tiene el halo de novedad, como lo tuvieron en su momento los libros de Gustavo Gorriti, Sendero. Historia de la guerra milenaria en el Perú (1990), Carlos Iván Degregori, El surgimiento de Sendero Luminoso (1990), y Simon Strong, Sendero Luminoso. El movimiento más letal del mundo (1992) (a menos que se considere que la inclusión del cuento “El viaje hacia el mar” de Elena Iparraguirre, y las propias opiniones de Víctor Zavala sobre su obra, arrojen nuevas luces sobre el estallido de la violencia acontecido hace más de tres décadas).

Más bien se suma a estos, formando una buena sinergia para tratar de entender lo que ocurrió en el Perú en la década de los ochenta e inicios de los noventa. Ese es su aporte y esa es su limitación.

Freddy Molina Casusol
Lima, 25 de junio de 2012

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