Gonzalo Portocarrero ha hecho una larga reflexión sobre
Sendero en Profetas del odio, pero
hay algo que no encaja. Ha comparado el papel que tuvo Abimael Guzmán con el de
Adolf Eichamnn, el teniente coronel de las SS hitlerianas. Y allí hay un error,
pues mientras Guzmán dio su visto bueno a matanzas como la de Lucanamarca,
Eichmann se limitó a cumplir órdenes –según
repitió éste una y otra vez en el juicio que le abrieron, luego de ser
capturado, en 1961–, cuando la
Alemania Nazi aplicó la Solución Final en la Segunda Guerra Mundial.
Entonces, el papel de ambos fue diferente.
Uno, Abimael Guzmán, emitía directivas y era consciente de
lo que mandaba a hacer; y el otro, Eichmann, se conformaba, con ejecutarlas.
Por lo tanto, no cabe la menor similitud posible en el desempeño que tuvieron
estos dos personajes en los contextos históricos donde tuvieron ocasión de
intervenir. (Esto, es decir la responsabilidad moral que le cupo a Eichmann en
la matanza de los judíos, ha sido suficientemente estudiado en el libro de
Hanna Arendt, Eichmann en Jerusalén).
Portocarrero articula o prefigura, de otro lado, su
estrategia de análisis en dos momentos. El primero tiene como marco una pintura
que recrea el requerimiento del padre Valverde a Atahualpa y el martirio de
Cristo en relación al sufrimiento del indio, del pongo, apreciados en una obra
de Arguedas, Los ríos profundos. El
segundo está implicado en la iconografía de la pasión de Cristo, tomando como
modelo el Señor Nazareno de Huamanga.
El autor, a través de ellos, nos quiere mostrar todo el
cuadro de sometimiento y aflicción que padeció la población indígena de los
Andes en los años de la insurrección senderista, bajo la imagen del sufrimiento
de Jesucristo. Pero, al mismo tiempo, y por oposición, el carácter mesiánico de
su fundador, Abimael Guzmán, quien se creyó el ungido para cambiar los destinos
del Perú.
Profetas del odio,
asimismo, se vertebra alrededor de un examen de la producción discursiva de
Guzmán, Elena Iparraguirre –compañera del primero–, Óscar Ramírez Durand
–“Feliciano”– y Víctor Zavala Cataño, líderes de Sendero Luminoso. El autor
examina sus conductas, teniendo en la mente el recuerdo de la
antes mencionada Arendt y su teoría sobre la “banalidad del mal”.
Especialmente interesante en el libro, es el análisis de la
obra de teatro de Zavala Cataño, a quien el autor entrevistó en su celda del
penal de Castro Castro, donde se encuentra recluido. Es interesante porque hay escasa información de aquel teatro que sitúa sus raíces en la
violencia política que vivió el país en la década de los ochenta.
A excepción del texto de Hugo Salazar del Alcazar, Teatro y violencia (1990), casi no
existen estudios –que sepamos– que hundan el espéculo en este género y las
formas culturales que Sendero utilizó –y llamó pomposamente “Arte de nuevo
tipo”– para acercarse a las “masas”.
El libro de Portocarrero, por último, debe entenderse como
una singular lectura del fenómeno senderista basada en una revisión de documentos
ya existentes (discursos, fotos, dibujos y vídeos), recopilados durante todos estos
años o “bajados” de la internet.
No tiene el halo de novedad, como lo tuvieron en su momento
los libros de Gustavo Gorriti, Sendero.
Historia de la guerra milenaria en el Perú (1990), Carlos Iván Degregori, El surgimiento de Sendero Luminoso
(1990), y Simon Strong, Sendero Luminoso. El movimiento más letal del mundo
(1992) (a menos que se considere que la inclusión del cuento “El viaje hacia el
mar” de Elena Iparraguirre, y las propias opiniones de Víctor Zavala sobre su
obra, arrojen nuevas luces sobre el estallido de la violencia acontecido hace más de tres
décadas).
Más bien se suma a estos, formando una buena sinergia para tratar
de entender lo que ocurrió en el Perú en la década de los ochenta e inicios de
los noventa. Ese es su aporte y esa es su limitación.
Freddy Molina Casusol
Lima, 25 de junio de 2012
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