lunes, 8 de septiembre de 2025

SIDDHARTHA

A los veinte años algunos hombres sufrimos muchos desamores. Fue en uno de esos cuando leí Siddhartha, de Herman Hesse. Lo había comprado a los dieciocho, en esas ediciones populares de Oveja Negra, cuyo papel colombiano contrastaba con las ediciones peruanas encuadernadas en papel periódico de mala calidad, pero no pude pasar de las primeras páginas. No era el momento de leerlo, esta vez sí. La señal la había proporcionado un traspié sentimental, y no encontraba cómo darle salida. Me sentía confuso. Ensimismado en mis pesares saqué el libro del anaquel de mi casa, y esta vez, sí, lo entendí. Encontré respuestas para mi joven existencia. Fue como si mi mente se abriera a un nuevo conocimiento. Hesse, hábilmente, había traducido para el lector occidental la sabiduría oriental que él había absorbido en su viaje a Sri Lanka e Indonesia (su madre había nacido en la India). Un compañero de estudios, Yván T., había llevado noticias de Hesse con El Lobo Estepario y la historia de Harry Haller (y con los años yo lo fui de Siddhartha). El libro lo leí mayormente en la entrada de la Facultad de Letras de la universidad, al costado, apoyado en la pared. Me ayudó, Hesse me ayudó en ese tramo existencial de mi juventud. La historia de Siddharta, el príncipe que deja su familia para encontrar la búsqueda de la felicidad, que es la búsqueda en sí mismo de ella, es transversal en la historia del budismo, de los diferentes budismos que hay. No la erudición sino la esencia profunda del ser. La filosofía de Occidente al herido por una flecha le dice de qué tamaño es esta, la madera con que ha sido hecha y hasta qué profundidad ha entrado en la herida; en cambio, la filosofía oriental, encarnada en el budismo, te la saca sin más ni más. Es eminentemente práctica. La salvación está dentro de ti, suprimiendo el apego, el deseo (todo lo contrario de lo que sostiene David Hume), que son los causantes del dolor entre los seres humanos. Recuerdo que mientras pasaba sus páginas entre mis cejas sentía como un latido. Una amiga que sabía de estas cosas me decía que era la glándula pituitaria la que se activa, es decir lo que en el misticismo se denomina el “tercer ojo”, la apertura a niveles superiores de conciencia. Ese “tercer ojo” se bloquea cuando nos enfocamos en la banalidad de la vida; en otras palabras, cuando nos distraemos en el samsara, el mundo de la ilusión terrenal. A diferencia de El Profeta de Kahlil Gibrán que te dice que cuando el amor hace acto de presencia en tu vida lo sigas, aunque te destroce, Siddharta te indica que sublimes ese deseo (eso ocurre en su encuentro con Kamala, una joven que lo encendió). (Al respecto, llama la atención la capacidad de sintetizar la doctrina budista en Borges, en Qué es el budismo, publicado en colaboración con Alicia Jurado en 1976.) Mi absorción en la lectura del libro de Hesse hizo que me sintiera una piedra, un ave, que transmutara en un elemento de la naturaleza. Tal era la magia del libro debido a la buena disposición que tuve para leerlo en ese momento. Con los años leí otros libros sobre budismo, pero ninguno me dio tanto de joven como la aventura de Siddhartha, al lado de Govinda, Kamala y los samanas, en la búsqueda de la verdad.

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