ÁLVARO Vargas Llosa ha publicado un libro (en 1991,
claro está): El diablo en campaña (Ediciones El País/Aguilar). En él pretende
despejar los demonios de la campaña de 1990, que llevó a su afamado padre, el
escritor Mario Vargas Llosa, a disputar la presidencia de la República.
El libro es un relato que, tal como él mismo ha
descrito, roba la prerrogativa al escritor para dar paso a un cronista
agazapado.
Vargas Llosa hijo se apoya en elementos nemotécnicos
para dar vida al agitado mundo de un intelectual metido en la política. A
diferencia de El pez en el agua –libro en el cual, su padre, da cuenta de los
mismos acontecimientos con destreza técnica–, El diablo en campaña se deja
ganar por las emociones, lo cual constituye de por sí un lastre, si de
reconstruir una historia se trata.
Encontrar frases excesivas como: “La cultura de la
libertad”, “La causa de la libertad”, “La hazaña de la libertad”, “Los amantes
de la libertad”, repetidos como sonsonete en el oído del lector, despojando a
la idea de su matriz original, convierten a su autor en un prisionero del
clisé.
Otra vez, a propósito de una visita de su padre a
Londres, dice: “Dile a Maggie (por Margaret Thatcher) que tiene un hijo que la
admira”, con un acento de familiaridad impostado y poco creíble.
Y así, intermitentemente, el texto se ve plagado por
las exaltaciones del periodista.
Tenía razón Enrique Chirinos Soto, especie de padre
periodístico de Alvaro Vargas Llosa, cuando declaró que el hijo de Vargas Llosa
debió esperar un tiempo para publicar su libro.
Y es que el paso del tiempo ayuda a aclarar las ideas
y restablecer la proporción de las cosas.
Luis Alberto Sánchez decía que había que dejar
envejecer los acontecimientos durante diez años. Basadre, por el contrario, pensaba
que “la escrupulosidad de la espera puede traer la responsabilidad de la
inacción, más grave que la del error”.
Entre estas dos valencias discurre un buen texto.
Corresponde al relator encontrar la medida exacta para dar a conocer su
opinión, análisis o testimonio.
A ese género corresponde los libros de historia y las
memorias.
Pero el libro de Alvaro Vargas Llosa, es una crónica
apresurada, apretada por el cierre periodístico. Y eso le quita peso, densidad.
No obstante, es rescatable en otros aspectos, sobre
todo en lo que se refiere a la chismografía.
Max Silva Tuesta, conversando con Carlos Alberto
Seguín, decía: “Lo característico del chisme es el placer de contar algo que se
supone verdadero”. ¿No tienen, pues, mucho de chismosos los historiadores, los
periodistas, los novelistas, los politicólogos, los biógrafos, los
conversadores? No sé quién lo dijo, pero si no lo dijo nadie, yo lo digo:
conversación sin un chisme no es una conversación.”
Y el libro de Vargas Llosa hijo es, en parte, un
catálogo político de chismes. Como es el hecho de contar que “un prominente
político peruano” le había confesado a su padre haber escuchado a Alan García
decir que tenía 100 millones de dólares (un hecho no comprobado; pero, quizás,
probable) y que éste quería superar el caudal personal del empresario más rico
del Perú, Dionisio Romero. O sea una habladuría.
Y de neurosis.
“Yo tuve siempre la certeza de que había micrófonos en
el interior de la casa de Barranco donde se producían las reuniones, a pesar de
que alguna vez hicimos una inspección profesional. Pero había mil formas, por
supuesto. La más probable es que los autos de la policía que “cuidaban” los
alrededores de la casa tuvieran aparatos para detectar el sonido de las voces
que venían desde el interior”.
Párrafo que recuerda los delirios de persecución
sufridos por Jorge Edwards en la Cuba de Fidel Castro, y que son descritos por
éste en Persona non grata.
A pesar de esto último, al joven Vargas Llosa se le
puede justificar –tal vez con alguna desmesura– los excesos por el hecho de su
juventud: tenía 24 años cuando escribió esta su “opera prima” (aunque su padre
a los 26 tenía en la gaveta una obra maestra: La ciudad y los perros).
Como de igual modo –para guardar el equilibrio–, se
puede considerar su libro una pieza imprescindible para hurgar en los
entretelones de la campaña política del 90.
O sea permite vertebrar un estado de ánimo.
Y de las estrategias de las agencias de publicidad y
de los periodistas internacionales –como la de la francesa tercermundista de
France Presse y la colombiana de Reuter, que no encontraban diferencias entre
el general Pinochet y Vargas Llosa, padre–.
Y de Chirinos Soto, autodenominado termómetro
electoral y sus deliciosos “memos”, coloreados de galicismos.
Y conocer al otro hermano, Gonzalo, cuya carta enviada
a su padre, pocas horas después de que éste volara a París tras la segunda
vuelta, remata el libro; y en la cual, entre otras líneas, dice lo siguiente:
“Bienvenido nuevamente, maestro, al lugar donde
siempre perteneciste: tu escritorio (...) La derrota en las urnas no significa,
pues, sino un triunfo para aquel mundo que ya reclamaba tu presencia: la
literatura. La contienda del 10 de junio no fue entre tú y un misterioso
desconocido, sino entre dos fuerzas superiores: la política y la literatura.
Felizmente para nosotros, los intelectuales de este mundo, ha quedado
establecido nuevamente que la literatura es la fuerza suprema por excelencia,
obligándote a reintegrarte a sus filas. La política, pues, tendrá que resignarse
a jugar un papel secundario en tu vida.”
Que es un íntimo y sentido homenaje de un hijo a un
padre, pero también el de un discípulo a su mentor intelectual.
En resumen, el libro de Alvaro Vargas Llosa, cargado
en varios tramos de emociones que molestan, es el itinerario de un escritor
metido en la política.
Escrito con la pasión del momento, cumple su cometido:
retratar el estado de ánimo de su creador. Y también, el de su entorno.
Una lectura necesaria, una “instantánea” de la época,
el joven Vargas Llosa nos ha hecho el favor de desnudar al “diablo” metido en
él... a pesar de sus pecados.
Freddy Molina Casusol
Lima, 02 de febrero del
2003
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