jueves, 21 de junio de 2007

¿EN QUÉ MOMENTO SE JODIÓ VARGAS LLOSA? (o las inquisiciones de una profesora de literatura)


El otro día una profesora de literatura me preguntó si me había puesto a pensar en que a la mayoría de los autores peruanos se les reconocía con la sola mención de su apellido, sean los casos de Vallejo, Eguren y Arguedas, y que lo mismo no pasaba con Vargas Llosa, ¿verdad?
En ese momento me atreví a lanzar una respuesta incompleta, imperfecta e insatisfactoria que se remontaba a esa especie de mal peruano de no reconocer a nuestras glorias en vida y que eso sólo ocurría –es decir su inmortalidad– cuando éstas ya no se contaban entre nosotros.
La pregunta de la profesora me hizo reflexionar mucho y me pareció tan parecida a la muy famosa y manida pregunta de Zavalita en Conversación en la Catedral, ¿en qué momento se jodió el Perú? Al menos así lo sentí.
Parafraseándola uno podría preguntarse, ¿en qué momento se jodió Vargas Llosa? Vale decir en el reconocimiento en la escena nacional de sus calidades literarias equivalentes a un reconocimiento casi universal entre los peruanos de los autores arriba mencionados.
Quizás la respuesta encuentra sus raíces a principios de siglo cuando incursionó con fuerza en la literatura nacional esa corriente que recoge el amor por la tierra y la defensa del indio y se llama indígenismo.
Ensayos como Tempestad en los Andes de Luis E. Valcárcel, presentada por el propio José Carlos Mariátegui, formaron parte de toda una corriente que tuvo como marco una época de cambios sociales –la irrupción de la revolución bolchevique a nivel mundial y la aparición en la escena nacional de movimientos políticos como el Apra y el Partido Comunista–.
Por aquel entonces los dos partidos mencionados incluyeron en sus plataformas de lucha la defensa de los derechos indígenas e intentaron amalgamar esa reivindicación con el socialismo. Y se creía, también, que la defensa de la tierra, la denuncia de los abusos cometidos por los gamonales en sus haciendas, era un deber de los intelectuales de avanzada.
Fue así como se creo un fárrago de obras de dudosa calidad artística que tuvieron como meta la denuncia y que los narradores afirmaran que a la hora de escribir su prosa o poética estaba nutrida de “las esencias mismas de la tierra”, y consideraran que cualquier artilugio que los separara de su entorno era una ofensa a su arte y por qué no a su compromiso con el pueblo.
Esa manera de pensar generó una tradición que obligó a pensar a nuestros intelectuales y escritores que cualquier desviación de esa ruta significaría alejarse de los canones, afincados en la defensa de lo indio y la tierra, y por último condenarse al ostracismo literario. Eso fue una especie de adelanto a las discutidas tesis de Sartre y la literatura comprometida que inundó el debate literario en la década de los sesentas.
Así se explica el que Arguedas, haciendo uso de su lírica y el conocimiento interior del indio, renegara de esa imagen artificiosamente creada y decidiera narrar lo que a su ojos era la ternura entrañable de los indios, que era negada en los cuentos de Ventura García Calderón y López Albujar.
Así como él, Ciro Alegría, el otro gran exponente de la corriente indigenista, fueron parte del fin de una época, de lo que algunos críticos en el caso del segundo han llamado con propiedad “una manera de narrar”, y que ha sido continuada en algunos casos por escritores como Carlos Eduardo Zavaleta y lo que se ha llamado luego neo-indígenismo.
Todos ellos, y los que los antecedieron, fueron depositarios de un conjunto de ideas que en el Perú tenía como identificación lo telúrico y lo nacional. Todos ellos, con su poderoso verbo lleno de imágenes, personajes y paisajes llenaron un vacío y crearon una conciencia entre los peruanos y sus capa intelectual para identificar lo que describían como lo que debía ser lo auténticamente peruano.
Pero la pregunta inicial era: ¿en qué momento se jodió Vargas Llosa para la literatura nacional? Quizás se jodió, exageradamente, cuando Luis Alberto Sánchez da la primera visión panoramica de la literatura nacional, escribe sus cinco volúmenes de La Literatura Peruana, y sigue de algún modo la línea anteriormente trazada –no en vano la introducción tiene una nota intitulada “el medio y el hombre”, que traducida de otro modo podría llamarse “la tierra y el hombre”–, la que todavía ejerce un gran influjo en la crítica y los gustos nacionales.
O quizás en su confrontación en los setenta con el establishment literario local –Vargas Llosa los llamó “intelectuales baratos” por su propensión a una doble existencia: por un lado se peleaban con el imperialismo, y por el otro gestionaban apresuradamente becas de estudios en las fundaciones norteamericanas– que tiene como orgullo ser heredero de las tradiciones anteriores orientando nuestras apetencias literarias y continuándolas, por extensión, en las currículas escolares y universitarias.
O tal vez porque era no bien visto por quienes pontificaban desde la crítica nacional y veían mal que un escritor peruano tildara a los abuelos de la literatura nacional –López Albujar y compañía– de aburridos y carentes de una preocupación por la técnica, calificada por los mismos de europeizante, y reivindicando en su desmedro a extranjeros como Flaubert y Faulkner en calidad de maestros.
Quizás eso, y, por último, otros elementos extraliterarios hayan empujado en el imaginario nacional que no se visualice todavía al llamado de su nombre la figura de Vargas Llosa como un símbolo de la literatura nacional, al nivel de un Vallejo y Eguren, como mi amiga, la profesora de literatura, bien ha observado.
Observación (o inquisición) que en parte he intentado resolver, sin pensar que yo, un profano de las letras, haya presentido que tal vez todo esto no ha sido sino una hermosa celada para hacerme perorar sobre un tema del que no soy docto –ha sido ampliamente desarrollado por Vargas Llosa en La Utopía Arcaica– y, de paso, absolver una interrogante que con seguridad le ha infligido un malvado alumno o alumna suya allí, en el remoto colegio donde heroicamente ella enseña.


Freddy Molina Casusol
Lima, setiembre del 2000
crédito foto: blogs.elcorreodigital.com

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