Estimado señor Gutiérrez:
Gracias a una amiga, que labora en un medio de comunicación escrito, es que he podido tener acceso a la casi integridad de los artículos periodísticos que han conformado lo que ha sido un debate entre costeños y andinos en la literatura nacional. Déjeme decirle que ha tenido que ser un escritor de su talla y trayectoria quien, con toda la autoridad que le confiere una obra publicada y valorada por especialistas extranjeros, haya puesto en el tapete lo que en las tertulias y sobremesas literarias se comenta: que existe un grupo de amigotes, embutidos en la toga de críticos literarios, pretendiendo regimentar el canon literario peruano, y que puestas más sus narices en las oficinas de las grandes editoriales que en presentar al lector un autor poco conocido, se dedican a favorecer a sus allegados, conformando, como bien ha señalado, una secta, que en honor a la verdad, hubiera pasado desapercibida si no fuera por los excesos que han cometido en los espacios culturales donde ejercen sus malas artes. Para descalificarlo he leído también, con espanto, que uno de sus impugnadores, ha sacado de los anaqueles de su perfumada biblioteca, un ensayo suyo que, por cierto, causó gran polémica en su momento: La generación del 50: un mundo dividido. Qué manera de debatir la del señor Fernando Ampuero, me decía. Un hombre que le queda muy grande el saco de “escritor” –y cuya obra, aupada por los amigos que tiene en la prensa y por aquellos con quienes se pasea en bicicleta por Miraflores o Barranco, es prescindible– y que, con descomunal esfuerzo –como si el lector de sus artículos tuviera miopía literaria, pero peor aún (lo que sería un insulto para quienes lo soportamos en ellos) miopía intelectual–, intenta presentarse como el adalid de las letras nacionales. Déjeme expresarle que mientras leía, con ojos sorprendidos, las penosas líneas de Ampuero, recordaba la polémica entre Vargas Llosa y Gunter Grass, iniciada, después se supo, por una mala traducción de la palabra “cortesana” en los medios, y endilgada supuestamente por el primero a García Márquez. Pensaba, pues, que este calificativo le caería muy bien al autor de Caramelo Verde y Miraflores Melody –título con el que se solaza en presentarse, porque los otros, Bicho raro, El Enano, y sobre todo alguno, que casi nunca menciona y que fue su opera prima, Mamotreto (título profético que tal vez englobe el conjunto de su escritos), son poco atractivos– que, con esforzada coquetería, se exhibe en librerías y cuantos lugares puede (y pronto, parece anunciarse, en supermercados), en una bien calculada labor de mercadeo y venta de sus no tan bien logrados best-sellers. Desviar el debate hacia asuntos ideológicos, a posturas en el pasado, para descalificar y restar méritos a una obra literaria sólo nos indica la carencia de recursos del contendor. Qué dirán entonces Ampuero y Oviedo –descontemos al señor Alegría que utiliza el apellido de su ilustre padre con fines de exposición extraliteraria– de Borges, que consideró como únicos gobiernos posibles los de Pinochet y Videla. ¿Lo habrían acusado de complicidad en las matanzas y genocidios ocurridos en Argentina y Chile en los años setenta? ¿O lo habrían rescatado por su obra literaria? Seguro que la sensatez habría imperado. En ninguna parte de esta polémica, por más que he buscado en los artículos que me han alcanzado, logro leer que usted, bajo la lupa de la lucha de clases, la dialéctica marxista, o algo que se le asemeje, esté evaluando la obra del primero de los mencionados o de Alonso Cueto para señalar a otro interlocutor de ésta –y que sin querer se ha delatado como miembro del grupo que ha denunciado–. ¿De dónde sale la especie? De la imaginación inquisidora de Fernando Ampuero, quien, en este caso, ha hecho uso a raudales de ella –la que por cierto no se ve en su libro de entrevistas, Gato encerrado, libro para el olvido y que pone el trabajo de su oponente César Hildebrandt, Cambio de Palabras, en mejores condiciones, y, de refilón, para su disgusto, como mejor entrevistador en el sector que se disputan durante años: el periodismo–. Lo triste del asunto es que personajes que creíamos ponderados en sus juicios, que parecían inmaculados en sus apreciaciones literarias, tuvieran en un pasado remoto, si nos atenemos a los testimonios de Reynoso y Gregorio Martínez, conductas sinuosas, similares a las que tienen sus actuales herederos en la crítica literaria local. Eso, para nosotros que pertenecemos a la generación de los ochenta, ha sido una ingrata sorpresa. Nos referimos al caso de José Miguel Oviedo. Nunca se nos hubiera ocurrido sospechar de la integridad intelectual del señor Oviedo. A él que lo habíamos leído entrevistando a Luis Alberto Sánchez para un libro de Mosca Azul, analizando a Vargas Llosa en un libro dedicado a la obra de éste, desmenuzando con paciencia de entomólogo la penúltima obra de José María Arguedas, Todas las sangres, en un artículo para El Comercio, no lo habíamos creído capaz de tales despropósitos. Esto nos hace pensar que el doble perfil del doctor Jekyll y Mr. Hyde se había estado paseando impunemente en las redacciones periodísticas, cátedras universitarias, revistas especializadas, de aquí y del exterior, sin que nadie se percatara, hasta ahora, de sus desaguisados. Por ello, esta polémica ha sido instructiva (lastimosamente, no ha alcanzado los ribetes de la protagonizada por Sánchez, Mariátegui y otros, en la década del veinte), porque ha desnudado las miserias en las que puede caer cierta crítica cuando asume comportamientos mafiosos. Respecto al tema de fondo que la ha provocado: la exclusión de los escritores andinos en los espacios mediáticos por un grupo elitista, se puede decir que es verdad lo que dice Ampuero: no hay ningún escritor actual de los Andes que esté a la talla de un Arguedas o Alegría que exija una especial atención, pero tampoco, como bien ha acotado Gustavo Faverón, no hay, por el otro lado, el de los “costeños”, ninguno de la talla de un Mario Vargas Llosa. Ampuero, está demás decirlo, no le hace ni cosquillas. Y para que éste no se moleste comparándolo con usted, si se coloca por un instante la globalidad de su obra (novelas, cuentos, libro de entrevistas) al lado de uno de los principales libros de aquél, La ciudad y los perros, toda ella se encogería tímidamente adquiriendo, además, el tono cenizo del cielo de Lima, o tal vez se decoloraría igual que el título que vio Cueto para un libro suyo, Pálido cielo –que Alonso Alegría comentó con desigual entusiasmo para quedar bien con su amigo e ingresar al clan, y que Dante Castro descubrió, para su infortunio, en un correo electrónico–. Decir, por otra parte, que usted está liderando a los escritores andinos es otro desatino. Quien se haya tomado la molestia de leer La novela en los Andes, encontrará que usted postula una renovación de la literatura producida en esta zona del país. Qué dirían, nos preguntamos, sus oponentes a párrafos como este: “Como cualquier realidad, los Andes están signados por la diversidad. Las novelas de Vargas Llosa, Colchado y Rosas Paravicino narran historias y plantean problemas que remiten a la sociedad andina tradicional, a la sierra arguediana y sería bueno que éstas fueran las últimas novelas de esta temática, pues en el futuro cercano resultarán extemporáneos y epigonales aquellos relatos poblados de wamanis, apachetas y auquis y otros seres de la demonología andina.” (La novela en los Andes, p. 110). Con seguridad dirían los que creen que usted defiende a raja tabla este tipo de literatura, que es un extirpador de idolatrías, un traidor; y, los del otro bando, celebrarían jubilosos su excomunión. No, de lo que se trata, refiriéndose en este mismo trabajo al caso del escritor amazónico Urteaga Cabrera, es de lo siguiente: “lo que confiere autenticidad y legitima su libro de relatos es su valor estético, valor alcanzado por una confluencia de los requerimientos formales y artísticos con una actitud de honesta simpatía frente al mundo relatado en la ficción narrativa.” (Ibíd, p. 106). Ese es el verdadero sentido del debate: la cuestión artística, la validez estética de textos literarios andinos o amazónicos –que, como mal ha pretendido hacernos creer Cueto, usted habría querido obviar–, y no las tontas vanidades encendidas por las ventas de libros, que se parecen a las otras tantas de un periodista conocido, enamorado –como toro de la luna– del rating, y que no nos indican nada acerca de la calidad de una obra. Por último, que un escritor como usted haya puesto pica en Flandes, dice mucho de la buena salud que está gozando la literatura peruana en sus más logrados exponentes. Dice que no todo está perdido, que hay intelectuales decentes y que hay que seguir luchando.
Muy cordialmente,
Freddy Molina Casusol
Lima, 24 de octubre de 2005
Crédito foto: http://www.correoperu.com.pe/paginas_nota.php?nota_id=48128&seccion_nota=4
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