sábado, 7 de julio de 2007

"LOS SENTIMIENTOS DE LUCIANO" Y LA LITERATURA EN EL PERÚ


EN 1985 Melvin Ledgard publicó Los sentimientos de Luciano. Una novela de clase media que recrea la dictadura militar y la etapa adolescente del autor. La novela de Ledgard, en su momento, casi pasó desapercibida.
Opacada por el triunfo de Alonso Cueto y El tigre blanco, pasó a ser una imitación menor de las novelas de Vargas Llosa y Bryce.
Dieciocho años después, tenemos el derecho a cambiar de opinión.
Comparada con las de los jóvenes escritores de ahora, la novela de Ledgard sale ganando.
El afán totalizador, el manejo de los personajes, el uso de diversas técnicas narrativas, la ambición por atrapar una realidad, están allí presentes.
Hecho que no se ve usualmente en los narradores jóvenes.
Sucede que para las nuevas promociones de escritores, seguir la moda es la máxima del momento.
Bellatín, Thays, Ampuero, Fuguet, Bayly, son sus ídolos.
Han reemplazado a Faulkner, Flaubert, Joyce, como sus maestros.
A lo mucho, siguiendo preceptivas de otros mundos, aspiran a manejar uno o dos personajes en sus historias.
Como que tienen miedo a lanzarse, para no quedar en ridículo.
Se escudan en el pretexto de “explorar las intimidades y pliegues del ser humano”.
O sea se han convertido en redomados discípulos de Freud y malos imitadores de novelistas europeos (mejor lo hizo Marguerite Duras con El amante).
Es decir, esconden sus limitaciones.
No han estudiado a Faulkner con lápiz y papel en la mano, como si lo hicieron Vargas Llosa y García Márquez en sus inicios.
Se niegan a sentarse 4 o 5 años y buscar durante semanas y meses la palabra exacta, como lo hizo Flaubert en Madame Bovary.
Se resisten a escribir solos “en un barco, como Melville; en una selva, como Hemingway; en un pueblito, como Faulkner”, como bien recuerda Sábato en Abaddón el exterminador.
Y a poblar sus historias.
Y a sufrir como Vallejo en “Masa”.
Y a traducir la ternura como Arguedas en Los ríos profundos.
Prefieren una banca snobista de Barranco, el “Haití” de Miraflores; o quizás, muy humildemente, una esquina cervecera del jirón Quilca.
Infatuados por la esporádica fama que les da un rincón de Somos, pintan sus historias de efectos para venderlas. Y para ganar premios literarios de algún banco.
Porque eso da plata y las “hembritas” más ricas.
Dice bien Selenco Vega (Quehacer No.122) cuando se pregunta: “¿Resiste acaso un Jaime Bayly la comparación con un Edgardo Rivera Martínez, aun cuando venda miles de ejemplares y sus obras tengan ese extraño privilegio a pérdida que es el pirateo editorial?”.
Es que con País de Jauja, Rivera Martínez, demostró que el narrador omnisciente no era un ente dormido; era una realidad literaria.
Pasa de que a los jóvenes narradores les hacen creer, desde alguna columna de algún amigote que trabaja en un periódico local, que son lo máximo, el non plus ultra, los sucesores naturales de Milan Kundera.
Así, entonces, visionado el estado actual de la cosa, la pregunta de rigor es: ¿a dónde va la literatura en el Perú?
Con estos aprendices de los aprendices de Faulkner y de Kafka, a dudoso lado.
Quizás su futuro se halle fuera de las fronteras del país.
Con un Jorge Eduardo Benavides, que, silenciosamente, sale a la luz con un libro allá en España, y que sirve para demostrar que la talla del artista no necesita de la publicidad barata.
O con un Luis Nieto Degregori, que escribe desde el Cuzco y no publica en Alfaguara-Perú.
O con Josué Suárez Flores y el minimalismo de la ciudad, que el propio Thays ha descubierto en su debut literario.
Por ello hay que celebrar, muchos años después, la novela de Ledgard. Porque tuvo el coraje de hacer lo que no hacen los de ahora.
Y que hablan de “su obra” como si fueran autores consagrados.
Y que mandan a las redacciones sus libros para hacer el favor de “comentarlo” (y no criticarlo).
Si Ledgard se tomara el trabajo de corregir su novela para una edición final, “Luciano” estaría en condiciones de dar unas cuantas lecciones.
Porque se nota que hay trabajo de orfebre.
Y toques de poética.
Claro, sin estar exento de ciertas banalidades y alguna superficialidad, por cierto.
Pero, si uno lo ve a la distancia, es el libro auspicioso de un debutante.
Que tenía 27 años.
Casi la misma que tienen los que ahora presumen de “malditos” y leen a Rimbaud (en castellano) para solazarse.
Y que hablan y escriben sobre algún “escritor de culto”, para posar de inteligentes.
Y que creen que citando a Oscar Wilde a uno lo impresionan.
Cuando no han pasado del prefacio de El retrato de Dorian Gray.
Así, visto el asunto de esta forma, Los sentimientos de Luciano, ha sido un buen motivo para enjuiciar a los narradores jóvenes.
Claro, es la opinión de un lector, de un individuo de la calle.
Los aludidos están en todo el derecho de desecharla, como desechan una colilla de cigarro en “El Averno” o arrojan un poco de espuma en el “Queirolo”.
Porque para eso están... para ser “malditos”.

Freddy Molina Casusol
Lima, 04 de febrero del 2003

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