Al terminar de releer El enano,
uno no puede dejar de pensar que Fernando Ampuero desperdició una oportunidad
preciosa para ajustar cuentas con César Hildebrandt. Ampuero que, según
confiesa en uno de los pasajes del libro, se tomó siete semanas en escribirlo,
optó por la literatura elusiva, en vez de ser contundente y efectivo. Quizás su
intención fue tomar distancia y demostrar en esos párrafos y frases recargados
de literatura adornada, superioridad intelectual sobre su rival, pero el efecto
resultó adverso, pues el lector no advierte el propósito del narrador –a quien
sigue descorazonadamente en toda la trama del libro–, y está a la espera del
dardo en el centro, la estocada final en el pecho para liquidar el duelo.
Ampuero está muy lejos de emular
–tampoco lo pretende ser, es cierto– a un Dante Alighieri en La Divina
Comedia o un Vargas Llosa en La Fiesta del chivo. El
narrador de El enano no logra alcanzar esos niveles de
consumación, perdiéndose en divagaciones o fiestas en el Waikiki desconcertando
a su lector.
Fernando Ampuero es un gozador de la
vida, un hedonista y tal vez un buen bicicletero, pero está muy lejos de las
elaboraciones poéticas que inmortalicen su prosa. No obstante, cuando uno sale
de las 195 páginas de El enano, uno tiene la serena impresión que
el ser retratado es un tipo envidioso, una persona roída por el resentimiento y
la inquina, alimentadas por un ego sobredimensionado.
Ampuero, en ese sentido, nos ha hecho el
favor de bocetear –aunque pálidamente– la imagen de un hombre de prensa ahogado
por la bilis y odios infinitos. Debido a ello es que “Hache” –o sea,
Hildebrandt– ya dejó de ser el periodista equilibrado que era en su juventud.
Un día se pelea con Ivcher, endilgándole los peores calificativos, y al otro
día se amista con él para al instante trabajar en su canal. Otra vez, como
advierte Ampuero, simula que es objeto de censura por parte del gobierno y se
presenta a la prensa como víctima de la libertad de expresión. Ha hecho, pues,
de su propio drama televisivo un espectáculo, la que alcanzó la cumbre con la
bronca en vivo y en directo con Genaro Delgado Parker hace algunos años.
El final de El enano, con un
Hildebrandt demudado, pasándose una luz roja y escapando como “conejo” del
propio Ampuero cuando éste quería propinarle un golpe por sus excesos
periodísticos, fue eso sí un bocatto di cardinale, una cereza en el helado.
Mostró la cobardía del personaje que no es capaz de dar la cara a sus víctimas
cuando no tiene a la mano sus armas mediáticas.
Lastima que ese tipo de cincelazos no
estuvieron presentes a lo largo del libro: otra hubiera su acogida.
Freddy Molina Casusol
Lima, 25 de julio de 2007
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