I
Un inca de presidente
En la noche del 9 de abril del dos mil, una masa
enfervorizada, rabiosa, que cubría grandes tramos de las primeras cuadras del
Paseo de la República en el centro de la capital, exigía que de una de las
ventanas del Hotel Sheraton, saliera un personaje quien, eludiendo los ardides
y trampas de la maquinaría electoral puesta al servicio del régimen, se había
erigido entre los peruanos como la única esperanza para salir de la dictadura
de Fujimori y Montesinos.
“Queremos un inca y no un japonés”, gritaba la gente mientras
una bandera roja y blanca, que casi cubría una tribuna, pasaba de mano en mano,
esperando la salida del candidato que no pudo ser batido por los ataques de la
prensa adicta al gobierno y los silencios cómplices de la televisión
parametrada. Esa noche, apertrechado entre la multitud, me limitaba a observar
y auscultar a esa masa irascible que abofeteaba en el aire toda clase de
insultos en contra de Fujimori y su hija, de quien decían en tono de sorna: “El
pueblo está en las calles y Keiko está muy gorda”. A pocos metros se podía
observar que improvisados vendedores de recuerdos hacían negocios entre los
asistentes ofreciendo vinchas con el eslogan: “Toledo Presidente”, y que los
suculentos pasteles de choclo, acompañados de una gaseosa, constituían un
manjar entre los más vocingleros para reponer energías. El hotel Sheraton lucía
una serenidad expectante. Sus luces se encendían para unos cuantos cuartos, en
tanto su alerón, repleto de periodistas y miembros de la oposición pugnando por
estar en primera fila, esperaba la salida de Alejandro Toledo, el candidato a
quien horas antes Fujimori había robado una elección. ¿Pero quién era este
personaje de rostro andino y piel cetrina, que amenazaba la estabilidad de un
régimen planeado a quedarse quince años en el poder?
II
El economista de Cabana
Alejandro Toledo es un economista graduado en Stanford, una de las mejores universidades de los Estados Unidos. Nacido en un pueblo de la sierra del Perú, Cabana, de niño tuvo que afrontar las dificultades de la pobreza junto a sus once hermanos. En su adolescencia se dedicó, a la par que los estudios, a lustrar zapatos y a vender una compota de maíz que llaman los peruanos “tamal”, para llevar unas cuantas monedas a su casa. Cuenta la leyenda que un día el joven Toledo dispuesto a vencer los obstáculos que le ponía la pobreza, decidió ir a la capital para conversar con el entonces presidente Belaunde. Éste impresionado por la audacia del joven cabanense que venía a pedirle ayuda para continuar sus estudios fuera del país, le tendió la mano. Luego de haber concluido sus estudios en una universidad de menor envergadura, prosiguió sus estudios en Stanford, y allí, entre curvas econométricas y malabarismos matemáticos, captó el interés de una linda francesita de ojos azules y mirada vivaz, bastante interesada en la cultura andina y la obra de José María Arguedas, de nombre Eliane. Eliane Karp por aquel entonces perfeccionaba su interés en el Perú estudiando Antropología, y debido a esas circunstancias es que conoce a Alejandro Toledo y se enamora de él. De la unión de ambos nació Chantal. Pero con el tiempo surgieron desavenencias entre la pareja obligándolos a separarse y seguir vidas paralelas. Toledo por su parte volvió al Perú para hacerse cargo de su hija, mientras Eliane trabajaba como funcionaria internacional en diversos países. A raíz de los incidentes de la toma de la embajada del Japón en 1997 por elementos del grupo subversivo MRTA, donde figuraba como rehén Alejandro Toledo, vuelven a reencontrarse. La campaña electoral del dos mil los encuentra de nuevo juntos, enfrentando la dictadura fujimontesinista que amenazaba perennizarse en el Palacio de Pizarro. Eliane Karp en ese momento se convirtió en el brazo derecho de Toledo y la artífice de que a éste se le reconociera mejor en ciertos estratos de la exclusiva sociedad limeña. El “Cholo” y su “Gringa”, decían a esa curiosa mezcla de lo occidental y lo andino. Un golpe de marketing que iba al fondo del subconsciente peruano promedio que anhelaba parecerse a ellos y miraba con simpatía los discursos en quechua de la primera y los zapateos de huayno del segundo. A esa imagen, la maquinaria del régimen, quiso desfigurar en los medios de comunicación que le eran adictos, en la primera vuelta; pero fue demasiado tarde. Toledo se les había escapado. Para el joven de Cabana, esa era una manera de cumplir una promesa que hizo consigo mismo cuando se fue del país: que un día volvería para ser presidente.
III
“Pachacutec”
“Que salga el Presidente”, rugía la masa de gente, haciendo
añicos el aire que la rodeaba. “Pachacutec, Pachacutec”, gritaban hasta
desgañitarse, jóvenes, mujeres, niños, reclamando la salida de su líder. Con el
tiempo Alejandro Toledo llamó a esto surgido entre él y el pueblo peruano, “una
química, un amor a primera vista”. Por esas fechas, recuerdo, no tenía las
intenciones de votar por Toledo. ¿Por qué habría de votar por alguien que a la
hora de hablar daba un acento anglosajón al castellano y engolaba la voz en
falsete? ¿Qué seguridad me podía dar alguien que no estaba seguro de su propia
identidad? Yo pensaba que Toledo no era sino un oportunista y que se metía entre
los codos de otros candidatos más presentables, como Andrade y Castañeda, que
no pasaría de ser un bluff. Con el transcurrir del tiempo tuve que tragarme mis
propios pensamientos y comenzar a mudar de opinión en la medida que veía como
los candidatos favoritos eran triturados por el aparato mediático de la
dictadura y eran reacios a unificar fuerzas en una plancha de oposición. Unos
meses antes de la elección, un prestigioso diario limeño, “El Comercio”, que
hacía una tibia resistencia al gobierno debido al temor a ser asaltado por las
huestes del régimen, publicó un informe de Ricardo Uceda, donde se daba cuenta
de los pormenores de una secreta reunión entre los representantes de los
candidatos Andrade, Castañeda y Toledo, en un lujoso restaurante. Toledo, según
se informó después por otras fuentes, estaba dispuesto, luego de aquella y
otras citas, a allanar el camino y declinar su candidatura a cambio de una de
las vicepresidencias. Él se sometería a lo que dispusieran tanto Andrade como
Castañeda, para dar viabilidad a una candidatura unificada de la oposición.
Allí fue la primera vez que pensé que si una persona era capaz de ceder en sus
ambiciones, era porque tenía buenas intenciones para con el país. Esa vez,
luego de leer ese informe y entender que las ambiciones de Andrade y Castañeda
eran demasiado grandes como para creer en un milagro unificador, pensé muy
remotamente: ¿Por qué no darle la oportunidad a un “cholo” en el poder?
IV
La mano negra de la dictadura
Cuando el caso Zaraí explotó, Toledo tenía alrededor de
cuarenta por ciento en las encuestas de opinión. A esas alturas cualquier cosa
que se dijera en contra de él, rebotaba y levantaba su candidatura. A esto los
analistas políticos llamaron “efecto teflón”. Nada se le pegaba. Esto provocó
que la mente maquiavélica de Montesinos urdiera un plan para derribarse al
“Cholo” y mantener al “Chino” en el poder. Los esbirros del régimen comenzaron
a hurgar toda clase de papeles y encontraron en la biografía de Toledo una
mancha negra. Hacía muchos años que el candidato de Perú Posible afrontaba un
juicio de paternidad de una niña llamada Zaraí, en Piura. Esa era la
oportunidad que se le presentaba a los agentes de la dictadura para desinflar
la candidatura del principal opositor al régimen. ¿No sería acaso, pensarían,
sensible la opinión pública ante un caso de paternidad negada? ¿Cuántos niños
abandonados existían en el país?, meditaron, calculando los beneficios
políticos que obtendrían si esta vez sí funcionaba una campaña en contra de
Toledo, llevada en esa dirección. Para eso, para cumplir esos despropósitos,
llamaron a una de las fieles defensoras del régimen en la televisión: Laura
Bozzo. La Bozzo, utilizando su aceptación en los niveles C y D de la población,
lanzó un programa donde se denunciaba el caso y llamó al electorado a no
dejarse engatusar y menos votar por un hombre irresponsable que abandonaba a
sus hijos. Así nació el “caso Zarai”, que lamentablemente se desnaturalizó
cuando se supo que tanto la niña y la madre habían llegado a Lima en un avión
fletado por un coronel del ejército peruano. La mano negra de la dictadura las
instrumentalizaba para desprestigiar a Toledo. La maniobra había quedado al
descubierto. Oscuros intereses corrían bajo de la mesa para mantener a Fujimori
en su cargo y tapar la corrupción de su gobierno. La población más convencida
que nunca que algo se cocinaba a sus espaldas, dio la contra al “Chino” y votó
por el “Cholo” esa vez, exigiendo dirimiera fuerzas con su adversario, en una
espectacular segunda vuelta.
V
Un mal cálculo
“Dictadura, dictadura”, no dejaban de gritar los asistentes
al mitin convocado por la resistencia que apoyaba a Toledo. En el alerón del
Sheraton se podía observar entre el enjambre de periodistas, los rostros de
Víctor Andrés García Belaunde, sobrino del ex presidente Belaunde; Máximo San
Román, antiguo colaborador de Fujimori y ahora enrolado en las filas de la
oposición luego del golpe del 5 de abril de 1992 –fecha en la que el régimen
disolvió los poderes del Estado y cerró el Congreso que él presidía–; Jorge del
Castillo, Secretario General del Partido Aprista Peruano y defensor
incondicional del ex presidente Alan García; Javier Diez Cánseco, líder de la
izquierda peruana; y los inefables Luis Castañeda Lossio y Alberto Andrade, quienes
en medio de los reflectores de las luces ámbar que alumbraban sus rostros
demudados y serios, meditaban, seguramente, su dos y cinco por ciento
respectivamente, obtenidos la tarde de ese domingo. De los dos, el más
contrariado parecía ser Castañeda Lossio. Su mirada se paseaba nerviosa y
perdida entre el gentío allí arriba. Lo que había pasado horas antes con su
candidatura, era una catástrofe electoralmente hablando. Mientras lo veía
trasladarse de un lado a otro, recordaba el informe de “El Comercio”. Según se
deducía de éste, la gente de Castañeda había sido quien había puesto más
resistencia en las negociaciones para ir la oposición unida en una sola
plancha. Al parecer, creía que con su 14%, podría remontar vuelo y superar el
porcentaje de Andrade, un 23% en las preferencias ciudadanas, en las últimas
semanas que faltaban para la elección. Argüía, siempre según la misma
información, que él tenía mayores posibilidades de éxito en caso de una segunda
vuelta con Fujimori, pues mientras Andrade estaba de bajada, él estaba de
subida. Lo que en verdad ocurría –y Luis Castañeda no lo evaluaba bien– era que
el régimen repartía equitativamente los palos a uno y otro sector, de acuerdo a
cómo se movieran en el tablero de ajedrez electoral. El asunto era mantenerlos
a raya –aparentando una ilusión de elección transparente– y dar la falsa idea
de que podían aprovecharse de los márgenes democráticos que otorgaba el régimen
para beneficio propio. Castañeda, para remate, se decía por otro lado, no
miraba con buenos ojos a Toledo, mientras éste era recibido con cordialidad por
Andrade. Mal cálculo el del candidato de Solidaridad Nacional –nombre de la
agrupación política que lideraba– que estaría lamentando en ese momento su
error, cuando la gran masa de gente que se aglomeraba a los pies del Sheraton,
hacía retumbar en sus oídos el nombre de su rival como presidente.
VI
Un candidato surgido de la bruma
Cuando Toledo salió al estrado, la masa lucía más exaltada
que nunca. Yo, casi contagiado por las arengas del público, casi me disponía a
saltar junta a ella, aunándome a los gritos de que “el que no salta es un
c...”, pero mi pudor era mucho más fuerte y me conformaba con acompañar
tímidamente los gritos de “y va a caer, y va caer...la dictadura va caer”.
Minutos antes de la presentación de Toledo, hubieron intentos fallidos que la
anunciaban. Los organizadores del improvisado mitin decidieron, para calentar
la plaza, que una serie de oradores debían preceder en la palabra a
“Pachacutec”. Así se pudo ver a Carlos Ferrero, disidente del fujimorismo y
candidato a la segunda vice-presidencia en la plancha de Perú Posible, fustigar
el régimen de Fujimori y Montesinos exigiendo el respeto al voto de la
ciudadanía que había optado por una segunda vuelta entre Alejandro Toledo y
Alberto Fujimori; a Susana Higuchi, ex primera dama, quien saludaba a la
muchedumbre presente y reclamaba también elecciones limpias; a Anel Townsend, hija
del desaparecido líder del Apra, Andrés Towsend Ezcurra, entre otros. Los
flashes de los fotógrafos no cesaban de enviar fogonazos en diversas
direcciones. Esa noche, seguramente, habían tenido harto trabajo los
periodistas nacionales e internacionales que, por arte de birlibirloque, veían
a medida que las horas pasaban como las cifras de la ONPE –jurado electoral
peruano– iban cambiando, acercando al candidato presidente Fujimori, a la
ansiada segunda re-re-elección. Esa tarde, horas antes de que Toledo se
encontrara con sus entusiastas seguidores, una cariacontecida conductora de
televisión, anunciaba a las cuatro en punto una gran sorpresa: el candidato
Alejandro Toledo llevaba ocho puntos de ventaja a Fujimori, en el conteo a boca
de urna. El candidato de la Chakana –símbolo del Perú incaico– se llevaba de
encuentro al “Tsunami” Fujimori. Lo que se asomaba como una leve esperanza para
salir de una dictadura, que había impedido durante la campaña se expresaran con
libertad otras candidaturas, había cristalizado en una agradable realidad.
Toledo a lo largo del país, se murmuraba en la calle, se estaba llevando en
vilo al “Chino”. El traqueteo de las maquinas en las agencias de prensa
internacionales no dejó de cesar. En el Perú, un candidato casi desconocido
había surgido de la bruma y desafiaba la imbatibilidad de Fujimori, vencedor de
Vargas Llosa y Pérez de Cuellar, en las dos últimas justas electorales.
VII
Un acertado análisis
A las cuatro de la tarde del domingo 9 de abril, Carlos
Ferrero no podía dar cuenta de lo escuchaban sus oídos: había pasado a la
segunda vuelta con el “Cholo de Harvard”. Cuando salió en la televisión su
rostro delataba una ansiedad creciente. La saliva se atoraba en su paladar y
sus ojos delatando sus deseos, apenas daban pie a sus palabras. Su mirada, que
revoloteando por todos lados buscaba posesionarse en algún rincón de la
habitación, lucía vivaz y alborotada. Su corazón acelerado y la agitación de
sus pulmones eran casi incontrolables. Apenas podía articular unas cuantas
palabras cuando una periodista se acercó a entrevistarlo. “Hay que esperar con
paciencia los resultados finales, no hay que cantar victoria”, dijo. Pero en el
fondo, él sentía que se había sacado la lotería, que casi ya acariciaba la
vicepresidencia de la nación. En cada pasar de mano alisando su desierto
cráneo, y en cada zancada rectilínea dentro de la habitación, trasladaba su
estado de ánimo, torrentoso y febril. Había hecho bien, entonces, romper con
Fujimori cuando las aguas se volvían turbulentas. Al principio, claro, la
animadversión de sus antiguos correligionarios que lo acusaban de traidor no lo
dejaban en paz, pero él supo capear el temporal. Es que había olfateado en el
ambiente que el régimen se derrumbaba, que los diques de contención se estaban
rajando y que muy pronto ellos no resistirían los embates de los adversarios, y
era mejor irse. Era demasiado: el referéndum anulado, el Tribunal
Constitucional descabezado, la interpretación auténtica de la Constitución, la
re-re-elección del Presidente, lo de Barrios Altos, La Cantuta, las cuentas
secretas del asesor presidencial y la televisión capturada, ya no daba más la
gente. Ya no querían al “Chino”, y era mejor largarse antes que la cosa
continuara deteriorándose. ¿Pero adónde migrar? Su olfato político lo guió y le
dijo que era mejor ubicarse en el centro. Luego, tibia pero estratégicamente se
orientó hacia la ruta de los opositores de Fujimori. Estos que comenzaron a
verlo al principio con recelo, con el tiempo se acostumbraron a su figura y lo
tomaron como uno de los suyos. Lo del arreglo oscuro con el Ecuador, hizo que
se luciera en el Congreso. Había sido uno de los más inteligentes fustigadores
del acuerdo del gobierno con el país del norte, y eso fue bien visto por la
oposición que lo convocó a sus reuniones. Cuando el cambio de camiseta había
quedado definido, Toledo, un día, una tarde o una noche, lo llamó y le
preguntó: ¿No quisieras ser mi vice-presidente? Y él, sin pensar que la suerte
le sonreiría a ese candidato desconocido, porque quizás pensó que lo más
importante era tener vigencia política, aceptó. Ahora, cuando estaba en las
puertas de la gloria, pensó cuán acertado había estado en su análisis ese
momento.
VIII
El hotel era un loquerío
Las puertas del hotel eran un loquerío. La muchedumbre casi
se avalanzaba hacia las primeras filas para estar más cerca de su líder.
“Queremos un inca y no un japonés”, gritaba a voz en cuello la gente, mientras
hacían retumbar el asfalto con sus saltos. “Chino de mierda”, vociferaban con
la rabia encendida, y luego se quedaban en silencio, como para que el eco de
sus voces se escuchen hasta Palacio. Irritados porque ese domingo, cuando
fueron a votar por Toledo, encontraron las cédulas de sufragio untadas con
cera, no cabían en su indignación. Y más tarde, cuando los resultados a boca de
urna lo daban como ganador, se dieron con la sorpresa que ahora perdía por la
misma cantidad con la que se le había dado como ganador: ocho puntos. Eso los
colmó. O sea el “Chino” quería quedarse cinco años más. Entonces comenzaron a
organizarse, a salir casi espontáneamente de sus casas. ¿Pero adónde ir? Se
enteraron que Toledo y los suyos estaban en el Hotel Sheraton y hacia allá se
dirigieron. Primero llegaron en grupos pequeños, de tal modo que la televisión
copada por el régimen se atrevió a dar cuenta de su minúscula presencia, un
poco para minimizar a Toledo; pero eso no les importó, porque a medida que
crecía la indignación con las cifras, luego fueron confluyendo más y más. Las
primeras cuadras del Paseo de la República, se habían convertido en cuestión de
horas en el principal bastión de la resistencia al régimen de Fujimori. Eso no
lo esperaba Montesinos, quien desde algún lugar del SIN, digitaba las cifras a
sus adláteres de la ONPE. Esperaban el momento adecuado para soltar el mazazo y
decir, a través de la televisión, que Fujimori había obtenido el 50% más un
voto y todo había terminado. No habría segunda vuelta. Pero la gente no los
dejó. A medida que pasaban las horas, la presión se hacía cada vez más fuerte.
Los hombres del Fujimori y Montesinos estaban jaqueados. No podían proclamar el
triunfo del dictador, porque afuera la amenaza de una revuelta popular los
asechaba.
IX
Un aroma a insurrección
Ya en el estrado Toledo, ensayó una de las figuras que lo
caracterizaría en cada una de sus presentaciones: tomar la bandera peruana,
besarla y elevarla en el aire, en señal de veneración. Un exceso histriónico
que no le importó a la gente que lo aclamaba y no lo dejaba hablar en cada
rescoldo de sus palabras. Al costado de Toledo se podía ver a los periodistas
que pugnaban por tomar las mejores fotos. Cada uno de ellos, cumpliendo con el
oficio de registrar el mejor momento de la noche, se dedicaba a buscar el mejor
ángulo. Se podía ver pujando entre los asistentes a los camarografos de Canal
N, que desafiando a los mastines del gobierno se dedicó toda la tarde –mientras
los otros canales distraían a la población con una programación fraudulenta,
plagada de dibujos animados y series cómicas–, a transmitir los acontecimientos
en el Hotel Sheraton. Al otro lado, haciéndole guardia se podía distinguir las
cabezas de Ferrero, Anel Towsend. En un momento de su alocución Toledo hizo
mención de varios lideres internacionales que habían expresado su repudio a lo
que pasaba en el Perú, entre ellos Mario Vargas Llosa, quien, desde algún lugar
del mundo, había expresado su solidaridad al candidato de Perú Posible, actitud
que fue muy bien aplaudida por la gente, que se agolpaba en las calles a la
espera de un gesto, una palabra, que les indicara la conducta a seguir. En el
fondo lo que ansiaban oír era que Toledo ordenara, como Belaunde lo hizo el 56,
marchar a Palacio. Pero la gente estaba fogosa, en el ambiente se olía un aroma
a insurrección, y la fatalidad podía siniestramente reinar en esa atmósfera
rodeada de acontecimientos extraños. Luego se supo que, ante esas imágenes
dadas a conocer por la televisión, los comandantes del ejército, se resistieron
a obedecer las órdenes emanadas por Montesinos. “Está loco”, dijeron, cuando se
enteraron que éste pensaba enfrentar el pueblo a los tanques. Mejor sería que
el “Chino” vaya a una segunda vuelta con el “Cholo” y allí vemos que podemos
hacer, dijeron. Mientras tanto, Toledo se encargaba de apaciguar y a veces, a
ratos, exaltar a sus seguidores, quienes llevados por su euforia, le exigían
desde abajo ir a Palacio.
X
La dama de hierro
Toledo, según los cálculos más optimistas, había logrado
reunir esa noche del 9 de abril alrededor de cincuenta mil personas. Pero los
analistas políticos peruanos se encontraban divididos. Unos –Morelli, Trelles–
agrupados en el canal 8, repetían lo que el régimen despedía en las páginas de
los diarios de cincuenta céntimos: que Toledo era un “terruco”. Y para
demostrarlo dedicaron parte de sus presentaciones a mostrar las imágenes donde
el candidato presidencial de Perú Posible, aparecía cargado por la multitud en
la Plaza Mayor y en aparente estado de embriaguez. En cambio, para los otros,
que se agrupaban en el diario “Liberación”, dirigido por el periodista César
Hildebrandt, éste asomaba como el líder de la resistencia democrática. La
cobertura que daba Hildebrandt a Toledo, era la del hombre que logró plasmar
desde abajo la unificación de la oposición atomizada. Sin embargo, en esos
asomos que daban a conocer la personalidad de Toledo, muy poco contaba la
imagen de Eliane Karp. Eliane Karp, era el as debajo de la manga. Ella, gracias
a sus conocimientos del Perú andino, había sido la que había diseñado el logo
de Perú Posible –la chakana– y la que había en el transcurso de la campaña
empujado al candidato Toledo a seguir en la lucha. Se la había visto por
primera vez en un programa de televisión –”Beto a saber”– absolviendo preguntas
de cultura general, acompañada de las esposas de otros candidatos presidenciales.
Se decía de ella que era la que verdaderamente mandaba a Toledo y la real
artífice de su ascenso en primera vuelta. En todo caso, si existieran opiniones
contrarias, el empuje de la esposa de Toledo, le permitió a éste llamar la
atención, sobre otros sectores sociales donde el color de piel es importante:
los sectores A y B. Desde la aparición pública de Eliane Karp, esos sectores se
sintieron identificados con una mujer culta, de origen francés –algo que en su
cursilería aspiran– y sobre todo decidida, cosa que no es nada común en el
promedio de la mujer peruana, acostumbrada a ser sólo la consorte del esposo.
La actitud positivamente agresiva de la Karp, permitió que esos sectores
sociales abrieran sus puertas a quien no era uno de los suyos: Toledo. Su dominio
de idiomas, su postura altiva y desafiante, el manejo del quechua, que
significaba un severo llamado de atención a una sociedad lista a despreciar sus
orígenes andinos, para dar paso a los anglicismos y galicismos, hacían de
Eliane Karp una mujer singular, aguerrida, acondicionada para el momento que se
vivía.
XI
El abogado y su presidente
“Vamos a Palacio, vamos a Palacio”, gritaba la gente. Pero Toledo no quiso, hasta que obligado por las circunstancias, acurrucado en los malos recuerdos de la campaña, decidió arriesgar y ceder al entusiasmo. Primero el gentío, armado de palos y banderolas, y luego él se internaron por el jirón de la Unión. Para mala suerte del candidato de Perú Posible, cuando llegó a la Plaza se suscitaron una serie de feos incidentes en la plaza de Armas y eso fue aprovechado por sus detractores para sacar a grandes titulares al día siguiente: “Toledo terrorista”. Una foto donde aparecía cargado en hombros y con una botella –que no era de licor, sino de una de esas bebidas gaseosas de cincuenta céntimos que se expendían por la zona– en la mano, presentó la imagen de un líder emborrachado del poder que todavía no tenía. Las arpías del régimen, luego, salieron a decir escandalizadas, que si éste era el presidente que merecía el Perú. Después, el Vice-presidente de Fujimori, Francisco Tudela, un hombre de correctísimo hablar y de intachable, hasta ese instante, honestidad, salió a dar la cara para limpiar al régimen. En los dos o tres días siguientes de los laberintos que se armaron en el centro de Lima y en otros lugares del país, Tudela se presentó en los medios de comunicación para cumplir el mandado. Pero un gran porcentaje de la población –incluyendo los partidarios de Fujimori que se quedaron petrificados en sus casas, mientras la oposición ganaba las calles– no le creían. Lo peor ocurrió en una rueda de prensa. Allí, sentado al lado de Fujimori, se le vio en su máximo esplendor, tratando de justificar lo injustificable. De Francisco Tudela van Breugel-Douglas, abogado de ilustre abolengo, descendiente directo de una de las más rancias aristocracias limeñas, había quedado una brizna, un triste recuerdo, luego de esa perfomance. En su lugar, suplantándolo, estaba un hombre que, utilizando los mejores artificios en el Derecho, intentaba vanamente defender a un Fujimori, quien duro, tieso y hostil, había ingresado a la sala donde se hallaban los periodistas nacionales e internacionales para, con cara de líder del Tercer Reich, responder sus preguntas. No pudo haber estado peor Fujimori aquella vez. Sus gestos, su voz, su mirada adusta, rocosa, lo delataban. Luego de lamentar y responsabilizar a la oposición por los desmanes ocurridos la noche del 9 de abril, contestó algunas preguntas y cuando incomodado por el asunto que lamía el ambiente, se levantó de manera mecánica de su silla, y rígido, tieso, marcial salió por donde había entrado. Tudela, encargado de suavizar la cosa, lo siguió.
El Perú de la resistencia
Recuerdo cuando todo empezó, yo estaba en un piso quinto de una oficina del centro de Lima. Estaba revisando unas carillas y me enteré de las cifras. Yo estaba confiando, pues creía que el gobierno iba a ser lo suficientemente respetuoso para acatar los resultados. Qué ingenuidad. Recuerdo que mientras golpeteaba las teclas de mi computadora, un susurro de voz se alzó a mis espaldas, luego la radio de alguien llegó con la voz de un locutor a mis oídos. Fujimori, tenía 49.98% –o algo así– de los votos validamente emitidos y no había nada que hacer: no habría segunda vuelta. La ONPE iba a hacer del Perú, la dictadura perpetúa. En ese momento la adrenalina se me subió. Me levanté y lancé un carajo y otra interjección bien altos. Imagine, de pronto, un régimen al estilo de Pinochet y que iba a haber muchos muertos. Ni bien terminé lo que tenía que hacer, salí a la calle agitado. La gente por la plaza de Armas, caminaba en diferentes direcciones. Se notaba la alteración, el alboroto, al día siguiente del 9 de abril. Hasta esas horas de la tarde, 2 o 3 pm. creía que el gobierno no se iba a arriesgar a tirar el tablero y aceptaría una segunda vuelta. Por allí me encontré con un poeta conocido deambulando por la calle. “Oye, la gente está en el Sheraton. Allí está Toledo esperando los resultados con la prensa internacional. Anda”. Apuré el paso y llegué. La entrada estaba colmada de periodistas y jóvenes universitarios. Por una pantalla de televisión, una cuadra antes, pude ver cómo el candidato de Perú Posible se dirigía a los periodistas nacionales y extranjeros denunciando un fraude. En esa misma tienda donde estaba el aparato televisivo escuché dos posiciones divididas. La de un viejito que reprochaba a Toledo y la de un joven que lo apoyaba. Así había quedado el Perú después del 9 de abril, partido en dos por obra y gracia de un autócrata que quería eternizarse en el poder. Minutos después en el Sheraton, pude ver rostros conocidos, de amigos y amigas, de gente que días posteriores pude ver de nuevo. Jóvenes de la Católica, de otras universidades privadas, gritaban exaltados en la afueras. “Con esos jóvenes había esperanza de salir de la dictadura”, pensaba. Así empezó todo, en el Perú de la resistencia.
XIII
El hacedor del monstruo
Según César Hildebrandt, el hacedor del monstruo fue Francisco Loayza. Loayza, un ex profesor de Teoría de la Comunicación en la Universidad de San Marcos, habría sido el artífice de la creación del –como él mismo llamó– “Rasputín” peruano. Según cuenta en un libro que tuvo dificultades para su circulación, “Montesinos, el rostro oscuro del poder”, el asesor del entonces presidente Fujimori habría creado su red de contactos y potenciado sus capacidades de espionaje en las esferas del Ejército, cuando cadete de la Escuela Militar de Chorrillos, ubicada al sur de Lima. Loayza, precisa en su libro, que le fue presentado Montesinos por un profesor de Derecho Constitucional de la universidad. “Conocí a Vladimiro Montesinos a inicios de la década de los setenta: era teniente del Ejército. Me lo presentó un amigo mío, un renombrado profesor de Derecho Constitucional de Montesinos, en ese entonces. En realidad esta persona lo que buscaba era cómo librarse de un personaje que intentaba devorarle el cerebro con sus inquietudes sobre la política, no como ciencia, sino como praxis. Lo interrogaba de esto o aquello con la avidez de un pájaro carpintero.” Desde entonces, el “Doc”, como luego se conoció a Montesinos, planeaba meterse por las rendijas del poder. Relata Loayza en su libro cargado de chismes y confidencias que Montesinos estaba muy enamorado de una secretaría de un Primer Ministro de la época de Velasco Alvarado, al cual estuvo ligado. Herido en su amor propio juró vengarse de la persona que los separó: el General Arbulú Galliani, para quien tuvo reservadas una serie de venganzas una vez hubo consumado, de la mano de Fujimori, su llegada al poder. Escribe Loayza: “Para él (...) reservaría varios momentos desagradables, como aquel de enviarle una corona mortuoria el día de su cumpleaños, o hacer llamadas telefónicas a su esposa informándole que el general había sufrido súbitamente un infarto. En este último caso, esperaba que el general estuviese inaccesible al teléfono, para que no pudiese desmentir la especie, lo que obviamente le creaba una mayor ansiedad a la esposa y a su familia”. Así era Montesinos, desde la cúspide del poder: vengativo y taimado. Pero no fue, como cuenta Loayza, el General Mercado Jarrín el que le abrió las puertas del Ejército a Montesinos, sino el propio autor, quien husmeando las posibilidades que tenía éste para escalar en el poder, el que redacta un documento con el que debía llamar la atención del probable sucesor de Velasco. Y así ocurrió. El documento titulado “El rol de las Fuerzas Armadas en una sociedad de transición”, escrito por Loayza sirvió para impresionar a Mercado. “Usted es una demostración palpable del por qué yo he defendido que los oficiales sigan una carrera a la militar, sobre todo humanística... Con oficiales como usted las Fuerzas Armadas de mañana va a ser otra cosa.”, dijo el General cuando lo leyó e inmediatamente asignó a Montesinos a su despacho, desde el cual el nuevo asistente de Mercado Jarrín husmeó y sustrajo una serie de papeles ligados a la compra de armamento soviético en la época del gobierno militar y desde el cual, con su diligente ayuda, la agenda del Consejo de Ministros llegaba a las manos de la misma CIA, antes que al mismo general Velasco, conductor de la autodenominada “Revolución Peruana”. Descubierto su juego gracias al general De la Flor quien lo vio en una recepción en Washington, luego de falsificar documentos y de que Arbulú Galliani lo enviara a un oscuro destacamento en Piura llamado “El Algarrobo”, Montesinos terminó arrestado en el Cuartel Bolívar de Pueblo Libre. Cuando salió, un año después, era un militar pasado al retiro y políticamente liquidado, sin mayor futuro. Lo único que le quedaba era terminar sus estudios de Derecho, cosa que hizo, y ejercer la abogacía en el estudio de su primo. Desde allí, para demostrar que sus habilidades habían quedado intactas, escaló otra vez. Luego de quitarle el estudio y la mujer a su primo –olfateando la presencia de dinero– se hizo defensor exitoso de narcotraficantes. Con el tiempo estableció una serie de contactos oscuros en el Poder Judicial que le sirvieron para asesorar a un ex Fiscal de la Nación, Hugo Denegri. Montesinos estaba de vuelta. Pero lo que constituyó un triunfo personal para él, fue el caso del General Valdivia Dueñas en el sonado caso Cayara. Valdivia era acusado de ordenar la matanza de campesinos en la zona de Cayara, una población localizada en el departamento de Ayacucho. Arrinconado por la prensa y el Fiscal Escobar que llevaba a cabo las investigaciones, el General Valdivia estaba en graves aprietos. Montesinos intervino y consiguió ganar el juicio, a pesar de las evidencias que ponían al general en la picota. Este gesto que libraba a un miembro del ejército de un juicio público fue bien visto por el general López Albujar, ministro de Alan García, quien lo desagravió. Para el “Doc” esto fue un reconocimiento y una especie de rehabilitación moral en el seno de las Fuerzas Armadas. Estas artes de Montesinos para sacar casos de la nada, fueron utilizadas después por él para obtener una resolución judicial a favor de Fujimori, el candidato presidencial que en 1990 tentaba su ingreso a Palacio de Gobierno. Esa maniobra favorable para quien era señalado de evadir impuestos, le sirvió para convertirse en su asesor, desplazando a su hacedor, Francisco Loayza, asesor hasta entonces de Fujimori, y hacerse de la mitad del poder. El resto es conocido: el golpe del 5 de abril de 1992, el cierre del Congreso y la manipulación del Poder Judicial que lo hicieron el amo del Perú.
XIV
Las indecisiones de un candidato
A mucha gente de a pie le pareció que lo que Toledo y sus partidarios habían cometido en la Plaza de Armas fue un exceso. Eso de aparecerse aupado por una masa eufórica y en un estado que aparentaba –aunque no lo fuese en realidad– embriaguez, fue mal visto. Era necesario –y de eso no dio cuenta su entorno– guardar la compostura, para no aparecer como un revoltoso y menos un incendiario. Fernando Belaunde lo hizo mejor. El hombre apareció desafiante recorriendo el jirón de la Unión, reclamando su inscripción al régimen de Odría y salió ganando. Fue más elegante. En cambio Toledo, ganado por no sé qué, apareció naufragando en los hombros de la multitud con la mirada perdida. Evidentemente eso lo desmereció. A partir de entonces la gente se preguntó si era la persona indicada para manejar los rumbos del país. Sus marchas y contramarchas en la segunda vuelta se hicieron famosas, y prácticamente lo liquidaban. Por esas fechas, a propósito de esto, un feo chiste recorrió la boca de los peruanos. Decían que Toledo era “Chino”: “Chi” por la mañana y “no” por la noche. Esta actitud, sin embargo, fue justificada por sus seguidores cuando decían que éste era nuevo en lides políticas y no tenía las mañas ni enjuagues de los políticos profesionales. No obstante, para un sector de la población esto era un indicador de las incapacidades subyacentes del candidato de Perú Posible. Durante la transición entre la primera y la segunda vuelta, Toledo dudó en infinitas oportunidades retirarse de la contienda electoral. Tenía un dilema: continuar o no continuar. Si continuaba se arriesgaba avalar un proceso fraudulento con su presencia, y si no continuaba y renunciaba, se despedía, por tiempo indefinido, de la presidencia. Por ello, Toledo, era un rácimo de contradicciones y adonde fuera, denunciado el fraude y el andamiaje electoral creado en su contra, uno no podía vislumbrar la dirección de sus pensamientos. Eso obligó en un momento a que un periodista que lo apoyaba, César Hildebrandt, desde el periódico que dirigiera entonces –“Liberación”–, exigiera más seriedad de él y una clara definición. Toledo no se inmutó, pero sí intentó, a partir de entonces, ser cuidadoso con las palabras que empleaba, pues éstas eran también cuidadosamente utilizadas por sus adversarios para señalar sus debilidades y contradicciones. Una de ellas era Martha Hildebrandt –hermana del periodista César Hildebrandt–, quien aprovechando su conocimiento del idioma, señalaba sus errores al hablar. ““Haiga”, cómo puede decir “haiga”, el señor Alejandro Toledo”, reclamaba airada Martha Hildebrandt, quien justificaba los “miones” de Fujimori como un error de pronunciación. Doña Martha Hildebrandt era conocida como una integrante del ala dura del fujimorismo en el poder. Irascible, atrabiliaria, se ufanaba de llevarse mal con medio mundo. Una vez, cansada de los reclamos de los tacneños por el arreglo con Chile, los llamó “llorones”. Ellos ni cortos ni perezosos, le exigieron que devolviera la medalla de la ciudad. No le importó –la devolvió–, como no le importó contemplar desde su puesto en la presidencia del Congreso el descabezamiento del Tribunal Constitucional –obra y gracia que Chirinos Soto facturaba en su haber– y el pase sospechoso de los congresistas “tránsfugas” a las filas del gobierno. Martha Hildebrandt era capaz de eso y de otras cosas más, como esperar al final del gobierno de Fujimori que el Congreso la censurara para hacerse a un lado. Una mujer inteligente, lo reconocían sus adversarios, de gran temple, pero de una terquedad suicida para cuando de defender dictaduras –las de Velasco y Fujimori– se trata.
XV
Dos periodistas en medio de la tormenta
Uno de los medios de comunicación que, a pesar de los
dislates y otras perlas del candidato, apoyó a Toledo, fue el diario
“Liberación”. Su director, el periodista César Hildebrandt, enemigo jurado del
régimen, le dedicaba generosos titulares levantando sus expresiones. Hildebrandt,
un sabueso de la prensa peruana, lanzaba dentelladas al gobierno desde su
periódico y no perdía la oportunidad para explotar al máximo el más mínimo
error de Fujimori y su entorno. Él los llamaba “los miembros de la mafia” y a
Fujimori, “El Jefe”. Durante los meses que antecedieron a las elecciones se
dedicó desde su pequeño espacio llamado “Radicales Libres” a decir la “vela
verde” al gobierno. Se la emprendió contra Martha Chávez, Carmen Lozada de
Gamboa, Martha Hildebrandt, Luz Salgado. En realidad contra toda persona que
encarnara las posturas dictatoriales de Fujimori y Montesinos. Para esa
coyuntura fue un periodista valioso, aunque a veces exageraba en sus críticas,
haciendo tambalear su credibilidad. Fiel a sus principios Hildebrandt –seguidor
entusiasta de las catilinarias del ensayista peruano Gonzales Prada– se las
había ingeniado desde “Liberación” –al cual había convertido en su vocero– para
liderar la oposición en los momentos que no había asomo de alguna, de tal modo
que en alguna gresca televisiva con su productor Genaro Delgado Parker, éste le
dijo: “lánzate al Congreso”. Hildebrandt, claro, no se lo tomó a pecho y si
alguna vez lo pensó se tiró atrás y recordó que su deber era ser periodista. En
los meses que precedieron a lo que luego se volvería una franca dictadura,
Hildebrandt cumplió un papel preponderante. Denunció, desde su diario, las
cuentas de Montesinos, la corrupción en la cúpula militar, la falsificación del
millón de firmas –que destapó “El Comercio”–, el pase de los tránsfugas al
partido de gobierno luego de la primera vuelta, los preparativos para el fraude
de la segunda y dio cobertura, como ningún medio lo hizo, a la “Marcha de los
Cuatro Suyos”, con la que Toledo hizo tambalear al régimen. A Hildebrandt y a
otros periodistas como Pedro Salinas, quien desde “Ondas de Libertad”, en radio
1160, era una pulga en los tobillos del gobierno, se les debe que el país
pudiera respirar algo de libertad. A ellos, a Beto Ortiz, desde su programa
“Beto a saber”, y a otros periodistas anónimos, que desde sus trincheras
lucharon por una país libre se les debe también la caída final de Fujimori.
Porque desde sus espacios, casi subterráneos, su voz generó la corriente de
opinión necesaria para sacar a Fujimori y Montesinos del poder y tener la
esperanza de recobrar la libertad. Los dos, Hildebrandt y Ortiz, son un ejemplo
de lo que las convicciones, llevadas a su extremo más alto, pueden significar
para la vida de un país.
XVI
Un país agitado
La tarde del 28 de mayo del dos mil –fecha señalada para la
segunda vuelta–, las calles de Lima lucían vacías y tristes. A esas horas,
cuatro en punto de la tarde, se dieron a conocer los primeros resultados en que
un Fujimori solitario obtenía un holgado “triunfo” y se consolidaba en la
presidencia de la República. Unos días atrás el candidato Toledo informó al
país que, ante la imposibilidad de realizarse elecciones limpias, optaba por
retirarse de la contienda pidiendo a sus electores que escribieran “no al
fraude” en la cédula de votación, como una manera de protestar ante el régimen.
Esa tarde, cuando la televisión daba el primer flash informativo, el ambiente
se sentía sombrío y la gente no quería festejar, pues algo les indicaba que las
elecciones no habían sido limpias y esto les remordía la conciencia. Las cifras
no pudieron ser más escandalosas: el candidato-presidente que iba por su
tercera e ilegal re-re-elección obtenía entre el 75% y 80% de los votos
validamente emitidos. Unos resultados de dictadura que lo emparentaban con
Stroessner, que hasta los locutores intentaron maquillar imprimiendo un tono
susurrante de voz. Como siempre salieron las escuderas del régimen, Luz
Salgado, Carmen Lozada de Gamboa y Martha Chávez a comentar los resultados.
Dijeron que las elecciones habían sido limpias y transparentes, y que había un
solo ganador: el pueblo peruano, la democracia, y el presidente Fujimori, por
supuesto. Mientras tanto, esa noche, Alejandro Toledo, reunía en las calles de
Lima alrededor de cincuenta mil personas, para dar inicio a un período de
resistencia pacífica que tuviera como propósito derrocar la dictadura que se
había implantado en el Perú. Los meses que siguieron a esa manifestación fueron
de profunda agitación. El país vivió con expectativa lo que Toledo podía hacer
desde las calles y plazas, en tanto Fujimori y su régimen se apertrechaban
detrás de las armas. El país vio como varios días después, el 8 de junio, en un
hecho inusual, las Fuerzas Armadas rendían honores a Fujimori como presidente
electo, adelantándose a cualquier tipo de reconocimiento oficial, y como, en un
acto que fue visto como una traición del mandato popular, varios congresistas
electos en las filas de la oposición se iban pasando uno por uno a las filas
del gobierno. Del mismo modo contempló las maniobras dilatorias del gobierno
para aferrarse en el poder y como algunos de los congresistas de “la
oposición”, Manuel Masias y Javier Barrón, hacían el juego al régimen desde el
Parlamento, cuando en el día de la juramentación de Fujimori, el 28 de julio,
el resto de la oposición protestaba en las calles, mientras ellos cantaban el
Himno Nacional, en un tácito reconocimiento de la dictadura. Los
acontecimientos más extraños sucedieron por esas fechas. Nadie sabía cuál era
el rumbo del Perú. Debido a las maromas ocasionadas por la re-re-elección el
país estaba paralizado en sus inversiones. La recesión y el desempleo se
agudizaban y ya se veía, en cada movilización, gente que por los atuendos y
harapos que colgaban de sus cuerpos pasaban muchas estrecheces. Por ello y por
otras razones ocultas, que se pueden asimilar con el hambre, la desesperanza y
la pobreza, la población pedía un cambio de rumbo. Ya no quería saber nada con
Boloña en el gabinete, ni con Federico Salas de Primer Ministro de un gobierno
cuestionado desde su raíz. Y fue en ese clima irrespirable y tenso, con la
comisión de la OEA a un costado y la oposición exigiendo nuevas elecciones, que
Fujimori y Montesinos recibieron la estocada que, finalmente, los sacó de
Palacio de Gobierno.
XVII
La Marcha de los Cuatro Suyos
La “Marcha de los Cuatro Suyos” fue el acontecimiento más
espectacular que había ocurrido en la política peruana de los últimos diez
años, decían los analistas políticos. Gestada a partir de la resistencia civil
en contra de la dictadura, tuvo como punto de inspiración la antigua división
geográfica del Perú incaico. Traídos desde los más remotos lugares, indios,
cholos, mestizos, por la oposición liderada por Alejandro Toledo, inundaron la
capital los días 26, 27, 28, de julio del dos mil. A mí me tocó la suerte de
asistir como espectador de una de las marchas, la del 27. Recuerdo que el
ambiente que se vivía era de incertidumbre. El gobierno, a través de sus
voceras, auscultaba la posibilidad de prohibirla, mediante una ley emitida a último
momento por el Congreso sumiso a las ordenes del Ejecutivo. La atmósfera que se
estaba creando era la de que cualquier acto de alteración del orden público iba
ser tomado por el gobierno como un pretexto para la intervención enérgica del
Estado y acallar la voz de la oposición. “¿Tú crees que “El Chino” se va ir?”,
me dijo una noche un amigo, quien escéptico contemplaba conmigo una de las
innumerables marchas alrededor de la plaza de Armas luego del 28 de mayo, una
vez Fujimori se supo otra vez en el poder. Yo no sabía si Fujimori se iba a ir.
Yo lo que hacía era preguntarme hasta cuándo iban a durar las marchas y
manifestaciones en contra del gobierno. Lo más probable –estrategia por la que
apostaba Montesinos– era que tarde o temprano hubiera un desgaste y la gente se
acostumbrara al estado de cosas. Es más ya se escuchaban voces, pasadas varias
semanas, que alimentaban el desaliento. “Ya, Toledo, debe dejar así las cosas
como están; que deje gobernar al “Chino” cinco años y luego que espere su
turno. ¿Qué le cuesta esperar?”, decía inmutable José, el guardián del edificio
donde trabajaba. Como José había cientos, miles, de personas que creían que ya
nada se podía hacer. Era la política de los hechos consumados que en el Perú se
estila ejercer para no mover un solo músculo, una vez perpetrado un atropello o
legicidio. Durante la década pasada el gobierno de Fujimori había llevado al
extremo esa mala costumbre habituando al peruano a la pasividad. El Programa
Nacional Alimentario (PRONAA) era testimonio de ello. Creado para llevar
alimentación y víveres a la población de menores recursos, el PRONAA se había
convertido en la despensa e instrumento del gobierno para congraciarse con
ésta. Cuando el candidato Toledo se atrevió a cuestionar estos procedimientos,
cantidades de madres de familia, movilizadas por el régimen, salieron a
protestar. Ellas no eran “mendigas” como había hecho creer Alejandro Toledo,
ellas defendían la alimentación de sus hijos. Casi arreadas como reses en buses
alquilados por el gobierno, las madres casi eran obligadas a expresarse así.
Sucesivos gobiernos habían hecho de esto una costumbre inveterada. Le resultaba
más barato al gobierno de turno mantenerlas así, que crear puestos de trabajo y
obligarlas a ganarse el sustento con dignidad. Sin embargo, en las fechas que
antecedieron la “Marcha de los Cuatro Suyos”, surgieron intentos de modificar
esa conducta. Recuerdo que frente a Palacio de Gobierno, madres provenientes de
comedores populares y otros extractos sociales bastante empobrecidos, gritaban
a otras que arengaban en favor del gobierno, que no se dejaran engañar por un
poco de arroz y leche. Para la “Marcha de los Cuatro Suyos” éstas mismas,
armadas de cucharas y ollas, desfilaban, seguidas de nativos, campesinos
huancavélicanos, comuneros de las remotas provincias del Perú profundo, para
decir “basta” al gobierno de Fujimori y Montesinos. Largas fueron las filas de
pobladores, que portando coloridas pancartas, carteles y afiches expresaban su
desacuerdo con el régimen. De Villa María del Triunfo, San Martín de Porres,
Villa El Salvador, San Juan de Lurigancho, Comas, El Agustino, San Juan de
Miraflores, de todos los conos de Lima, venían cantidades de delegaciones para
confluir en el Paseo de la República, escenario principal de la manifestación.
La “Marcha de los Cuatro Suyos” fue un éxito, pero quedó empañada con la muerte
de seis guardianes en el Banco de la Nación el día 28 de julio, designado como
fecha central. La muerte de esos trabajadores fue adjudicada a Toledo y los grupos
de la oposición, pero en realidad –después se supo–, fue el gobierno el que, a
través de Vladimiro Montesinos Torres, había ordenando el incendio de la sede
bancaria. Como también fue de responsabilidad del gobierno la aparición de
decenas de delincuentes, que, aprovisionados de palos y piedras, infiltraron la
marcha y se dedicaron a romper lunas de locales públicos y privados. Pero nada
de esto, al decir de sus promotores, impidió que ésta tuviera el éxito deseado
y que la comunidad nacional e internacional se interrogara hasta cuándo iban a
durar Fujimori y su socio en el poder.
XVIII
La caída del régimen
Nunca se supo con exactitud quién fue la persona que
proporcionó el vídeo que tumbó al régimen. Se dijo que había sido un oficial de
la marina, que harto de los maltratos de su jefe Montesinos el que se vengó.
Otros, pulsados por la prensa, informaron que había sido un grupo de patriotas,
que, cansados de los abusos, había decidido entregar la valiosa información en
imágenes. Lo único que se tuvo en claro es que el famoso vídeo que le costó el
puesto a Montesinos, y la presidencia a Fujimori, fue valorizado en cien mil
dólares. La noche del 14 de setiembre del año dos mil, las pantallas de la
televisión presentaron esas imágenes; las imágenes de Alberto Kouri Bumachar en
el momento de recibir un sobre de dinero con quince mil dólares de las manos
Vladimiro Montesinos Torres. El escándalo que suscitó este caso de soborno,
develado por Fernando Olivera y el Frente Independiente Moralizador, desnudó la
raíz corrupta del gobierno y ocasionó la dimisión de Fujimori dos días después.
En un mensaje a la nación que duró escasamente unos cuantos minutos, un Alberto
Fujimori demudado daba a conocer al país el recorte de su mandato y el adelanto
de elecciones generales en el plazo más corto posible. No tuvo tiempo de
hacerlo porque acorralado por la oposición que había tomado fuerza y la opinión
pública que pedía la captura de su asesor, Fujimori, fingiendo que iba a una
cita de negocios en las Bahamas, decidió dos meses más tarde desviar el curso
del avión presidencial para recalar en la tierra de sus ancestros: el Japón.
Desde allí presentó su renuncia al cargo, dejando con los crespos hechos a sus
ministros y colaboradores que ingenuamente esperaban su retorno. El sabor a
ceniza que había dejado su huida fue evidente. Luego, un gobierno de
transición, encabezado por Valentín Paniagua, daba fin a un régimen corrupto de
pies a cabeza. El daño moral que habían ocasionado Fujimori y Montesinos en las
Fuerzas Armadas y las instituciones del Estado, en la década que les había
tocado gobernar, no tenía precedentes. En la mayoría de ellas la sujeción y el
chantaje reemplazaban el mérito y el honor. Poco tiempo después, en unas
elecciones limpias y transparentes, Toledo, frente a un resurrecto Alan García,
ganaba la presidencia e iniciaba una nueva etapa en la vida del país, que
todavía hoy sigue continuando.
Lima, enero del 2003
Crédito de las fotos: http://www.caretas.com.pe/2000/1622/articulos/toledo.phtml, http://www.tribuneindia.com/2002/20021019/wd1.jpg, http://www.congreso.gob.pe/congresista/2001/lsanchez/fotos/3b.jpg, http://www.infocusco.com/imagenes/varios/toledo%2028%20julio.bmp, http://www.frecuenciaprimera.org/extremos/bortiz.gif, http://pospost.blogspot.com/2008/08/hildebrandt-regresa-la-televisin-va.html, http://www.adonde.com/fotemp/gente/eliane7.jpg, http://www.24horaslibre.com/data/notipix/alejandro-tudela.jpg, http://www.grupoese.com.ni/2000/bn/07/31/fujimori.jpg, http://www.perunotas.com/2008/08/examen-psicolgico-concluye-que-alberto.html
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