CUANDO Lituma Samsa bajó la vista, allí estaba. “Un monedero perdido”,
pensó. “Qué suerte, ya tengo para comer”, dijo. Ese día Lituma Samsa había
despertado hambriento. Las vísceras le crujían y los líquidos que recubrían las
paredes de su estómago amenazaban con devorarlo desde adentro. “¿Qué hago?”, preguntó
cuando se levantó de la cama ese día y comprobó su triste situación. Dos días
sin meter nada a la barriga lo habían puesto en estado de levitación. Miró un
punto en el espacio. “No tengo trabajo”, pensó. “¿De qué viviré?”. En su
desesperación, escarbó en sus recuerdos. Rememoró las oportunidades perdidas,
los amores desafortunados y los desvaríos del destino. “Maldita sea, para qué
me peleé con ese cojudo”, farfulló. Ocurrió que un día, en desacuerdo por la
forma en que ordenaba el trabajo Artemio Santibañez en la empresa, decidiste
hacerle frente y cuestionarlo. “Para qué mierda lo hice”. Sí, Lituma Samsa,
para qué lo hiciste, para que todo el mundo, esa tarde de miércoles, te diera
la espalda en la oficina y te empujara a botar ocho años de servicios al tacho.
“Sí, estamos contigo”, te dijeron los más pendejos que te querían ver fuera por
tu excelente trabajo en la oficina de Informática y te envidiaban. Hasta la
secretaria de Artemio te alentó en tus despropósitos. “Es un abusivo, hazlo; yo
te apoyo”, te dijo. No pensaste en tu hija, Lituma Samsa, en tu mujer que ahora
te pide para el diario; en tu gato que merodeaba tus piernas todas las mañanas
pidiendo un bocado y que ahora has tenido que regalar porque no tenías que
darle de comer y preferías obsequiarlo a verlo morir de a poquitos; en tu
barriga que tenías que llenar todas las mañanas y las tardes de tu vida con las
salchichas con huevos que te embutías a diario. Lituma, caíste redondito en la
trampa que te habían preparado. Un imbécil fuiste, recién te diste cuenta días
después, cuando ibas al banco a cobrar tu liquidación, de lo que pasó.
Recordaste en el camino la mirada oblicua de la Rochi Fuentes, la secretaria
del ogro, los cruces de sonrisas de Toño, Rafael y Ricardo, cuando le decías a
Artemio Santibañez que no te parecía bien lo que estaba haciendo y que tenías
otras ideas innovadoras para distribuir el personal. ¿Cómo se te ocurrió
enfrentar veinte años de burocracia administrativa, Lituma? Eres un ingenuo.
Todavía titilan en el fondo de tu iris ese brillo acuoso y acuchillante de los
ojos de Artemio, que se supo triunfador desde un comienzo y veía en ti una
víctima en quien depositar su ira, después de la bronca que tuvo con su mujer
esa mañana. ¿No te dabas cuenta que él estaba “amarrado” con el Gerente de la
empresa? Cuando reaccionaste, dos horas después de una ardua discusión, ya te
había reventado con esas palabras que tú mismo llevaste al filo de la navaja:
“estás despedido”. Te abofeteó, admítelo, pero asimilaste bien el golpe. Pensaste
que tu talento e ingenio te abrirían paso y ya conseguirías otro trabajo y que
“ya verás gordo pendejo, que te gusta manosear a la Rochi cuando nadie te ve”.
Y ya ves, ya han pasado cuatro meses y dos días y nada: no había trabajo en el
Perú para un genio como tú, porque te olvidaste que estos tiempos son de vacas
flacas y que cualquier hijo de vecino, a menos que sea un sobrino del
presidente, no puede conseguir trabajo. Creíste que las puertas de las empresas
se te abrirían, que como tú no había nadie, que el mundo era tuyo. Pero te
equivocaste. No se te ocurrió ni por un milímetro que el tiempo pasa, que ahora
a la gente la jubilan a los treinta años, que a los ingenieros de sistemas se
les puede encontrar vagabundeando por las calles y plazas de Lima y peor,
desparramados, ofreciendo sus servicios en las páginas de El Comercio. Pensaste
como veinte años atrás, cuando se te ocurrió la idea novedosa de estudiar esa
carrera prometedora –la que te había dado harto dinero para burdelear, conocer
a tu mujer y hacer una hija–, que aún había futuro y que éste te estaba
esperando. Mal cálculo, Lituma. Ahora suspendido en el espacio, cuasi agachado,
vas a perpetrar una última humillación: flexionarte, extender la mano y recoger
ese monedero que se le ha perdido a alguien, minutos atrás, en un descuido. Tal
vez tengas suerte y encuentres dos soles. Dos soles que te servirán para un
menú de comedor popular o para comprar El
Comercio y probar suerte por undécima vez.
Freddy
Molina Casusol
viernes, 14 de noviembre de 2008
EL MONEDERO
Crédito foto: http://www.inmagine.com/crzs001/crzs0011015-photo
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