miércoles, 6 de agosto de 2014

EL PATO DONALD Y LA INCREDULIDAD DE LOS TONTOS

HAY QUE SER UN TONTO para no darse cuenta que los contenidos de las historietas de Walt Disney y, en especial, las del Pato Donald esconden una carga ideológica que sus creadores saben de sobra existe.
Gruñón, holgazán, un bon à rien como dirían los franceses, Donald ha competido, a mediados de la década pasada, con Axterix, el dibujo animado por antonomasia de los galos, en su objetivo de ganarse los favores de los niños europeos.
Su incursión –a través de Eurodisney– en la tierra de Camus y Sartre estuvo amenazada por el nacionalismo francés listo a combatirlo, y que vio en el foráneo un intruso que, con su carga de costumbres importadas del país de la comida al paso y el Kentucky Fried Chicken, irrumpía groseramente en una cultura caracterizada por la lectura cuidadosa, la sofisticación y la elegancia.
Los incrédulos pensaron cuán torpes debían ser estos nacionalismos para defender su terruño de los graznidos del pato de Disney. Creyeron que la tozudez y las anteojeras ideológicas cegaban a sus detractores, y que estas conductas anticuadas estaban años luz del buen saber europeo, llano a la tolerancia y a las formas civilizadas de confrontar posiciones.
Para ellos Donald era un maravilloso artificio de la imaginación y era inconcebible que alguien advirtiera que detrás de su nívea figura existiera un maquiavélico complot para malograr la mente de los niños franceses.
Pero aquellos franceses no debían ser tan tontos. En sus mentes debían orbitar los globos con los diálogos de las historias de Donald, Rico Mc Pato, Tribilín y sus amigos.
Porque si no lo saben, o lo quieren esconder –o en el peor de los casos ignorar–, los que lo quieren defender, todo estos feos asuntos, que discuten la resemantización de los discursos de Donald, se reducen a una cuestión de poder.
Sí, de poder, porque, para los que detentan el poder en su forma imperial, es imprescindible resguardar, difundir y propagar un modo de pensar para perpetuar su dominio.
Lo hizo, en los tiempos pretéritos, la Unión Soviética con sus celebres colecciones de Marx y Lenin, cuyos contenidos subversivos inundaron las librerías de América Latina en los años setenta; lo hizo la China de Mao y la Banda de los Cuatro por esas mismas fechas con su boletín Pekin Informa; y lo hace ahora los Estados Unidos con Los Simpsons cuando difunden, a través del despistado Burt, el modo de vida americano.
Por ello es que no entendemos el erizamiento de Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Alvaro Vargas Llosa cuando en ese libro que escribieron a varias manos hace algunos años, y llamaron el Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano, enfilan sus baterías contra Ariel Dorfman y Armand Mattelart y su Para leer el pato Donald, incluyéndolo, para sancionarlo, en la lista de “Los diez libros que conmovieron al idiota latinoamericano”.
Las denuncias de Dorfman y Mattelart son legítimas –mucho más que las esgrimidas por los EE.UU para justificar la invasión a Irak–; y es verdad lo que escriben sobre el inocente pato americano, son bastante certeros.
Como ha ocurrido durante décadas se los ha querido caricaturizar señalando que es imposible que la cándida figura de Donald sea capaz de derribar gobiernos y menos aún que la lectura de sus aventuras o desventuras, sea nociva en las mentes de los niños latinoamericanos.
No se trata de eso –como se ha querido hacer desviando el foco de atención–; tampoco hay un afán tonto por dinamitar el icono del pato más mediático del mundo, sino de enfocar los reflectores hacia lo que los guionistas de la serie de Disney hacen decir a Donald y sus amigos, Mickey, Pluto y Tribilín.
Basta echar una mirada en las tiras cómicas, reproducidas en Para leer el pato Donald, para comprobar que existe un discurso adecuadamente sopesado y dirigido para afirmar una posición americana.
Lo de Vietnam y los afanes imperiales de una nación –vista ahora como la nueva Roma– están allí presentes, muy bien disfrazados, para convencer de una manera natural a los lectores ocasionales que los malos de la película –trazados con sagaz pincel anti viet-cong– son los comunistas.
(Hay que recordar que la propaganda y las técnicas de persuasión son una vieja herramienta utilizada por las fuerzas en conflicto. En la Segunda Guerra Mundial se lanzaron millares de volantes de uno y otro bando con información falsa para bajar la moral del enemigo e instarlo a deponer las armas y rendirse. Una apelación de este tipo hay en este comic de Disney).
Cuando Oliver Stone en JFK desnuda las miserias del sistema americano y demuestra en un cruce rápido de escenas y planos que la muerte de John F. Kennedy forma sospechosamente parte de un complot de fuerzas poderosas para derrocarlo (Stone presenta al informante del fiscal Garrison haciendo coincidir a una misma hora los tiempos de aparición de los principales matutinos a nivel mundial informando del atentado. Todo estaba sincronizado, cuando eso, por esos días, era técnicamente imposible) y que los contenidos de los mensajes están controlados para mantener el status quo, hay razones para escucharlo.
Recuerdo por mi parte que hace algunos años, observando un comic con la cara de un inca –difundida a todo color por una bebida nacional para un concurso–, lo estúpido que se veía este con su sonrisa perlada y boba; e imaginaba lo ofendidos que debieron sentirse los indios americanos cuando se vieron retratados como enajenados mentales en los dibujos animados del gran país del Norte.
Entonces, pues, hay que ser un tonto para no sospechar que detrás de las historias de Disney no hay una cuestión de poder y de desinformación, como quieren hacernos creer Apuleyo, Montaner y Vargas Llosa hijo. Las hay, a pesar que, repitiendo las condenas del pasado, se resistan a creerlo.

Freddy Molina Casusol
Lima, Junio del 2004

lunes, 2 de junio de 2014

DE CRÓNICAS, CRONISTAS Y OTROS ASUNTOS

¿CUÁL ES la primera regla que debe cumplir un periodista “croniquero”? Seducir, señores, seducir. Si no lo hace está irremisiblemente perdido. ¿En qué momento surge ese chispazo, ese instante mágico, que lo empuja, como el escritor de novelas, para lanzarse a escribir una historia? Surge de la idea anterior, porque el periodista croniquero tiene la obligación casi moral de cautivar al lector. Tiene que recoger de los lugares más inhóspitos, más extraños, de submundos e inframundos, un relato para envolverlo. Tiene que salirse de las fronteras de lo estrictamente periodístico y coquetear con la literatura para llenar de metáforas y piruetas verbales sus líneas. Así lo han hecho Martín Caparros, Leila Guerreiro, Toño Angulo, Pedro Lemebel, Juan Manuel Robles, Cristóbal Peña, esa nueva raza de semidioses que han renovado el entusiasmo por la crónica periodística, la cual es mirada de costado por los literatos quienes sienten que han invadido sus territorios.
¿Es la crónica periodística, como dice Angulo, "una hija incestuosa de la historia y la literatura"? ¿Es verdad lo que casi implícitamente afirma Guerreiro, que para escribir una crónica no es necesario estudiar una carrera de comunicaciones en la universidad? Veamos esto último, seamos sinceros, puede ser como no puede ser. García Márquez estudió derecho en su natal Colombia, para luego abandonarlo sin mucho pesar y dedicarse al periodismo. Escribió crónicas, incluso publicó un libro: Crónicas y reportajes. ¿Le ayudó su paso por la academia? Parece que no mucho, aunque no tenemos conocimiento de una declaración de Gabo al respecto. Vargas Llosa ha escrito dos libros de reportajes –Diario de Irak e Israel-Palestina–, ¿le sirvió la universidad? Quizás, tal vez más que a Gabo, pues si hay una cosa que caracteriza al escritor peruano es su meticulosidad, y eso se lo dio los claustros, los trabajos, precisamente, de fichar cronistas en la casa del historiador Raúl Porras Barrenechea, quien lo contrató para hacer esta tarea cuando era jovencito y vivía enamorado de Julia Urquidi. Tenemos, entonces, que el aserto de Guerreiro es una verdad a medias, confirmada y desmentida por dos notables escritores metidos a periodistas.
Despachada esta interrogante, tenemos la que la antecede, la de Angulo: ¿es la crónica una hija incestuosa de la historia y la literatura? Touché, tal vez ese concepto es el que se acerque a lo que ella es, un híbrido de ambas, con el peligro de verla convertirse en noticia de ayer, como canta algún salsero; pero con el inmejorable privilegio de ser rescatada para su estudio por los seguidores de Marc Bloch.
¿Son nuestros actuales cronistas latinoamericanos, por otra parte, continuadores de la tradición instaurada en nuestras tierras morenas por Cieza de León y Agustín de Zarate? Tal vez sí, porque sus historias refieren acontecimientos desconocidos, hechos increíbles, listos para ser consumidos por los lectores ávidos de aventuras. Así tenemos a Alejandro Almazán colocándote en el mismísimo centro de la prostitución de niños y niñas en “Acapulco kids”; a Toño Angulo pasando el filo de su pluma por el perfil de “Veguita”, en “Librero de viejo andante”; o a Pedro Lemebel acariciando con el terciopelo de las palabras el cuello de la chilena Mimí Barrenechea, en “Las joyas del dictador” ; todos ellos descubridores de nuevos mundos y todos ellos redivivos en Antología de crónica latinoamericana, magnífica compilación del periodista colombiano Darío Jaramillo, publicada hace algo de dos años atrás.
Para acabar y no aburrirlos –y así no contravenir la primera regla aquí enunciada (la segunda se las cuento otro día)–, el periodista literario –más conocido como “croniquero”– es una hechura de caballero andante, rescatista de la historia y malabarista de las palabras; y, en su más alta expresión, un semidios cuya hechicería verbal sirve no solo para desfacer entuertos sino para cautivar e insuflar de vitalidad nuestras letras periodísticas.
Así, y no de otra forma, se les puede entender, señores, hasta que alguien, con mejores lanzas, diga lo contrario y debamos, como el Quijote, tentar suerte con otros molinos de viento.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 02 de junio del 2014

jueves, 29 de mayo de 2014

POLÍTICA Y ESTRATEGIA EN LA GUERRA CON CHILE

ESTA, suponemos, tercera edición del libro de Mercado Jarrín (la segunda, que tenemos en nuestras manos, data de 1979, año del centenario de la guerra) difiere de la anterior en tres cosas: 

1. Es una versión resumida dirigida exprofesamente a los profesionales que visten uniforme del ejército con fines de capacitación. 

2. Carece de los mapas que permitían tener una visión espacial y geográfica de los escenarios de la guerra; y

3. Cuenta con un apéndice que enriquece la discusión sobre lo que ocurrió en 1879, visto desde la mirada de un historiador como Alberto Tauro del Pino. 

El libro, desde su aparición, pasó a convertirse en un clásico en la bibliografía sobre el tema. Es que su autor, el reconocido geopolítico Edgardo Mercado Jarrín fue un maestro de la estrategia militar. Y eso se nota en la lectura de su Política y Estrategia en la Guerra de 1879. Mercado Jarrín fue ministro de Guerra del general Velasco, de quien se puede criticar duramente su manejo de las finanzas públicas; pero no su interés por la defensa del territorio nacional, interés que lo llevó a modernizar a las Fuerzas Armadas recordando las lecciones de la guerra con Chile. Ese celo de Velasco por los temas de defensa obligó a su par chileno, Augusto Pinochet, a preguntar al Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, cuál iba a ser la posición de su país ante la posibilidad de un conflicto con el Perú, en vista que el país se estaba armando –era vox populi que Velasco quería recuperar los territorios perdidos durante la guerra, es decir Arica y Tarapacá–. Pinochet, quien había heredado un país socialmente fracturado luego del golpe de 1973 que lo llevó al poder, y en franco proceso de recuperación económica, veía con resquemor la disparidad de fuerzas entre su país y el nuestro (situación que lo empujó a embarcarse en una carrera armamentística para ponerse a la par y luego superarnos). El libro repasa los hechos dolorosos de la guerra y los errores de estrategia militar cometidos en el transcurso de esta (como, por ejemplo, el desastroso desempeño militar de Nicolás de Piérola, quien, en la Campaña de Lima, dividió el ejército peruano en dos, facilitando al invasor, que se movilizaba en bloque, diezmar las líneas de defensa, y agregado al hecho de estar en situación de desventaja por no contar con los pertrechos adecuados). Mercado Jarrín recuerda, siguiendo a Clausewitz, que la acción militar está uncida a la decisión política, y que esta es antes y no después. Dice: “La política decide y la estrategia militar obedece”. Máxima que no fue cumplida a cabalidad por el lado peruano en el transcurso del conflicto.

 

En 1879 no teníamos frontera con Chile. Nos separaba una amplia franja que era la provincia boliviana de Antofagasta. Bolivia tenía conflictos limítrofes con Chile en el paralelo 23, que, posteriormente, por acción del Tratado de 1874, se definen en el paralelo 24. Entre Perú y Bolivia se celebró un tratado defensivo. Un tratado que, desde el punto de vista peruano, era correcto porque Chile alentaba, como luego se supo, las ambiciones territoriales de Bolivia (Ofrecía, en caso de conflicto bélico con el Perú, Tarapacá a cambio de Antofagasta. Ofrecimiento que fue trocado por el de Moquegua y Tacna, para finalmente ser desechado en el transcurso de la guerra, dejándola, como viene aconteciendo, anclada sin salida al mar). Su propósito fue sustraer a Bolivia de la influencia chilena para que esta no se vuelva en contra nuestra en el caso de un conflicto armado. El problema era que la acción poco previsora de los gobiernos de Balta, Pardo y Prado, hizo que el Perú llegara a la guerra en estado de evidente desarme. En el colmo, como está consignado en la historia, el presidente Pardo, interrogado por esta situación de indefensión respecto a Chile (que ya contaba con el blindado Cochrane), respondió: “Qué me va a hacer la guerra mi compadre Pinto”. Aníbal Pinto, presidente chileno, años después, desmentiría a su compadre en la figura de Prado, firmando la declaratoria de guerra, porque en política los intereses de Estado están por encima de los intereses particulares, y mucho más si son familiares.



Ocupación de Lima - 1881

Hasta antes de 1879, las relaciones entre Perú y Chile eran óptimas. Existían lazos de amistad que parecían irrompibles. Tan es así, como consigna el historiador peruano Jorge Paredes Muñante, que existían relaciones cruzadas de tipo familiar entre personalidades peruanas y chilenas –como era el caso del presidente Pardo, cuyo tío Manuel Pardo y Aliaga estaba casado con la ciudadana chilena Josefa Correa y Toro; y que, según Guillermo Thorndike, consideraba a Chile como su segundo país– . Todo esto se eclipsó tras la declaratoria de guerra de abril del 79 y empeoró con la ocupación de Lima por tropas chilenas en 1881, de tal forma que, como alguna historia cuenta, el ensayista Manuel Gonzales Prada habiéndose cruzado en la calle con un soldado chileno que había sido su alumno, y este quiso saludarlo porque reconoció en él a su antiguo maestro, le dio la espalda sin remilgo. Luego Gonzales Prada escribiría una serie de textos responsabilizando a la oligarquía peruana por la debacle de la guerra. Los efectos psicológicos del conflicto se sintieron cien años después en la mente de los peruanos, cuando en la campaña electoral de 1980, a uno de los candidatos, Armando Villanueva del Campo, del Partido Aprista Peruano, le cerraron con los votos el acceso a la casa de Pizarro, al sacar a relucir sus oponentes que estaba casado con una chilena. Esto lo inhabilitó frente a un sector de la población que prefirió encumbrar en la presidencia a Fernando Belaunde, a tener que ver durante un quinquenio como Primera Dama a una mujer que ostentaba la nacionalidad del adversario invasor, el cual, una centuria atrás, había cometido desmanes en Chorrillos y Lima mancillando el territorio patrio.



El Perú en 1879 enfrentó una guerra en medio de una serie de situaciones adversas que, al final, lo llevaron a la derrota. Enumeremos algunas de ellas: La baja temprana de uno de los blindados más importantes, el Independencia, en circunstancias harto desafortunadas (encalló, en una mala maniobra, persiguiendo a una embarcación enemiga de menor envergadura); pérdida del monitor Huáscar y de su comandante el Almirante Miguel Grau, quien detuvo durante siete largos meses las acciones de desembarco terrestre de las tropas chilenas en las costas peruanas; la salida subrepticia del país del presidente Mariano Ignacio Prado, salida que aunque justificada para comprar un blindado, tuvo sabor a deserción; la poca colaboración en el campo de batalla del presidente boliviano Hilarión Daza, aliado estratégico sobre el papel, pero con sus marchas y contramarchas en la zona sur del frente de batalla, dejó toda la responsabilidad de la guerra al Perú; y, para coronar la cereza, la mala conducción del ejército por parte del dictador Piérola, quien haciendo las veces de estratega militar (función para la que no estaba preparado) aceleró con sus desaciertos –y con el ejército enemigo ad portas de entrar a la capital– la debacle. No sabemos cuál de ellas fue la más dolorosa y determinante; pero sí sabemos que todas ellas combinadas en una confusa amalgama condujeron a la pérdida de Tarapacá y la retención de las provincias hermanas de Tacna y Arica, de las que solo la primera (sufriendo los abusos de las autoridades del país del sur que intentaron su chilenización, como cuentan José Jiménez Borja y Jorge Basadre en El Alma de Tacna) pudo volver, cincuenta años después, en 1929, a la heredad nacional.


El libro de Mercado Jarrín cuenta cómo fue el descalabro de las tropas peruanas por tierra y mar, y de cómo las campañas de Tarapacá, Tacna y Lima tuvieron contratiempos, fueron mal planteadas y sufrieron los maquiavelismos del pésimo director estratégico de la guerra que fue Nicolás de Piérola –quien le negó, de acuerdo a los historiadores que han estudiado esa época, las municiones necesarias al Ejército del sur, al que dividió, comandado por Lizardo Montero, por temor que se levantara en su contra–. Disecciona cada momento de la guerra y analiza en función de los objetivos políticos y la estrategia militar cada aspecto del conflicto desde la mirada de ambos bandos en contienda. Sentencia los aciertos y desaciertos cometidos en el teatro de operaciones y permite al lector contemplar paso a paso la caída del ejército peruano, por ejemplo, en la Batalla de San Juan, así como espectar cómo se desaprovechó oportunidades cuando el ejército chileno, al decir de Mercado, embriagado por la “orgía en Chorrillos” (que habían invadido, destruido y violado sus mujeres), estaba fuera de sus posiciones de combate, inerme; pero por la falta de decisión de Piérola –y a decir verdad por la carencia de información que diera cuenta de la cantidad de fuerzas con las que contaba el enemigo– no se le contraatacó. Mención aparte merece Andrés A. Cáceres, quien con su pertinaz resistencia en la sierra hizo creer a la nación durante dos años y medio en la posibilidad lejanísima de dar vuelta a la derrota. Un libro muy útil para los peruanos de ahora que aman la paz, recordando que esta se logra en el largo plazo cuando se sientan sólidamente las bases de la seguridad nacional en su cimiente.

Freddy Molina Casusol
Lima, Mayo del 2014


miércoles, 26 de marzo de 2014

LOS FALSOS LIBERALES



EL OTRO día un amigo hizo un comentario sobre un tema de actualidad en la red. Lo que me llamó la atención fue su apreciación final. Dijo: “para que aprendan los falsos liberales. “Falsos liberales”, musité. Mi amigo es socialista y su opinión tenía esa carga negativa con la que los socialistas descalifican a los llamados “neoliberales”. Pero más allá de esto, me pregunté: ¿si hay “falsos liberales”, entonces cuáles eran los “verdaderos”? Sospecho que para mi amigo deben ser aquellos que contemporizan con los lugares comunes del socialismo: regulación del mercado; mayor participación del Estado en el manejo de los asuntos públicos (hasta asfixiarlo); cuestionamiento de la televisión “basura”; demonización del empresariado capitalista (por usurero y egoísta); promoción de una ley de medios en el Perú, etc. A la lista anterior hay que añadir también: llevarse bien con esa rara especie política denominada “caviar” –por sus enemigos; no por quien escribe estas líneas–, para así calificar como un “verdadero liberal”.

II

Mi amigo estudió en San Marcos, en la década de los ochenta, una carrera de Letras –no digo cuál para que no lo identifiquen y le hagan bullying–. Siempre lo veía pasear con un morralcito incaico por el patio de la Facultad; así pasaba como una persona “progresista” identificada con las causas sociales. Eso sí, nunca lo vi en una protesta estudiantil, en una marcha reclamando por un aumento del presupuesto de la universidad, porque esas cosas, desdeñosamente, se las dejaba a los estudiantes contestatarios; no veía que él no iba a perder su tiempo en esas maromas; él tenía muchas cosas más importantes que hacer, como, por ejemplo, preparar una “perfomance” poética para sus amigos del jirón Quilca, hundir sus narices en un sesudo libro de Derrida –quién como él que podía entenderlo– y escuchar la música de Pink Floyd, que lo proyectaba directo al cielo. O sea, manyas, la trifulca se la dejo al “demos” (al pueblo), entiendes; yo no me voy a ensuciar las manos y mucho menos tengo las intenciones de meter los pies en una comisaría del centro de Lima –la del jirón Cochabamba, que “agasajaba” por esos años a los sanmarquinos revoltosos–. Así pensaba, ése era su pensamiento, y lo siguió siendo hasta muchos años después de mudar su cómodo asiento en la universidad privada –que pagaba el generoso de su papi, mientras alternaba en la “subversiva” San Marcos– por uno más mullido en la CVR, desde donde, haciendo uso de su intelecto virado a la izquierda, creía que podía ayudar mejor al pueblo (al “demos”), sin pasar por el penoso suplicio de enfrentar a un guardia civil armado al mando de la represión.

III 

Foto: Agencia ISO
Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿a quiénes se refería mi amigo cuando hablaba de “falsos liberales”. ¿Acaso aludía a Toledo? Tal vez, porque en su confusión a lo mejor creía que un partidario de la “tercera vía” es lo que debe ser un “verdadero liberal”: o sea, un “iluminado” que diga que la economía de libre mercado debe estar atada como una humita (de libre mercado). ¿O, a lo mejor, se refería a Fujimori? Quién sabe, si durante años se ha confundido el pragmatismo del “chino” con el liberalismo, no sería nada raro pensar que a mi amigo le hubieran hecho pasar gato por liebre. Pero, si no eran los dos anteriores, ¿no sería, acaso, Lourdes Flores la aludida? Difícil, hay que recordar que ella es socialcristiana y su doctrina –oleada por el Vaticano– cuestiona severamente el capitalismo. ¿Entonces, si ninguno de los tres antes mencionados eran “los falsos liberales”, quiénes efectivamente lo eran?

IV 

Ninguno, amable lector. Simplemente son aquellos que mi amigo y sus amigos socialistas no quieren reconocer como liberales. Son aquellos que creen en la libertad del individuo; en un Estado pequeño pero fuerte; en una economía de libre mercado; en la democracia “burguesa” (esa que desdeñan sus amigos muy underground para echarle flores a la pantomima de democracia erigida en Cuba y Venezuela por Fidel Castro y ahora Maduro); y que no forman parte de esa andrógina corriente llamada “social-liberalismo”, representada por Norberto Bobbio –a quien el liberalismo no reconoce en su línea de pensamiento, pero que los Nelson Manrique y Guillermo Nuggent de este mundo se han encargado de insertarlo arbitrariamente–. Esos son los liberales, los que, en sus diferentes presentaciones, preconizan por que el hombre disfrute del dinero ganado con su esfuerzo y no con los subsidios que le eche el Estado benefactor; no los que cree identificar mi amigo, quien, a estas alturas, es capaz de confundir a un partidario de Ayn Rand con un falangista.

Colofón
(varios días después...)

Leonard Cohen
Ya no he vuelto a leer un comentario de mi amigo por la red. Quizás esté ocupado descifrando un ensayo literario de Julio Ortega (no lo envidio); o, tal vez, esté derrumbado en el cómodo sofá de su “depa” sanisidrino escuchando a Leonard Cohen. Imagino que desde allí, alejado de las Paisanas Jacinta y Negros Mama que afean el paisaje, debe estar tramando alguna idea para congraciarse con los desposeídos, con los olvidados de la tierra; pero eso sí, sin aparecer mucho, solo de vez en cuando para prestar su firma en un manifiesto antisistema y no quedar excluido del circuito de la gente “nice” de Lima.

Particularmente, ya no creo que lo vuelva a ver; me sería muy difícil escuchar sus monsergas. Sobre todo si un día de estos, en medio de sus confusiones, me tome como un “falso liberal” o un falangista. Allí sí no sabría qué responderle.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 26 de marzo del 2014

sábado, 4 de enero de 2014

KUKULI: EL OSO RAPTOR O EL ORIGEN DE UN FILM ANDINO

EL MITO DEL OSO raptor o Ukuku, recopilado por el folklorista Efraín Morote Best[1], es tomado para dar origen a la primera película peruana de corte andino. Morote Best, que ha dedicado su vida a recoger en diferentes zonas del país las diversas versiones de cuentos sobre el cóndor, el zorro, el ratón, da la idea primigenia con su estudio del oso para que Hernán Velarde, César Villanueva y Luis Figueroa desarrollen la historia de Kukuli. La película gira alrededor de una joven pastora –encarnada por la hermana de Figueroa, Judith– que va a la fiesta de la Mamacha Carmen, en el pueblo de Paucartambo, y es en el trayecto seducida por Alako, un campesino de la zona, con quien entra en convivencia, y luego es tomada a la fuerza por el Ukuku, oso raptor de jóvenes bonitas, el que posteriormente es muerto tras el trágico fin de la protagonista. Cuenta Figueroa que introdujeron el personaje del Ukuku como parte de la festividad de Paucartambo; licencia que se tomaron porque –según sostuvo el cineasta– en el cine “no vamos a ser tan rígidos”[2]. Expresión que trae a colación las relaciones entre el cine y la literatura, aunque en este caso se trate de la adaptación de un mito recogido de la tradición oral andina.
Kukuli (1960) que fue considerada casi fundadora del cine peruano[3]y de lo que nosotros podríamos llamar cine indigenista[4], tuvo como principal mérito tomar por primera vez la voz quechua e intentar expresar el mundo andino desde adentro. Supo, según un crítico, “explotar sin pausa las virtudes fotogénicas del cielo serrano”[5]. Y como demérito, según otros –Desiderio Blanco, I. León Frías, Pablo Guevara[6]–, una cierta visión limpia e ingenua donde “lo folklórico no supera el nivel de lo pintoresco”[7].
De cualquier forma, Figueroa, Nishiyama y Villanueva en este primer film andino –del que se dijo días antes de su estreno en el cine Le París del centro de Lima, que no soportaría “más de tres días, eso está bien para serranos”[8]– dieron mayoría de edad a un cine que pujaba por hacerse conocer y que vio en sus iniciadores, los epígonos de la Escuela Cuzqueña, una vía de escape inicial para exponer sus paisajes, presentar sus fiestas y mostrar su referente a un amplio público que por aquellos años comenzaba a invadir la capital con sus chullos, ojotas, polleras multicolores, en lo que llamó un connotado sociólogo “el desborde popular”.

Notas


[1] Se pueden confrontar las múltiples versiones de este mito de los andes peruanos en Efraín Morote Best, Aldeas sumergidas. Cultura popular y sociedad en los Andes, Cusco, Centro de Estudios Rurales Andinos Bartolomé de las Casas, diciembre de 1988, pp. 179-240.
[2] Ver entrevista de Irela Nuñez del Pozo a Luis Figueroa, en Giancarlo Carbone, El cine en el Perú: 1950-1972. Testimonios, Lima, Universidad de Lima, 1993, p. 122.
[3] Pablo Guevara no piensa lo mismo. Él ha expresado: “Kukuli, que es una película que siempre me ha gustado mucho (...) no puede fundar una cinematografía”. Ibíd., p. 209.
[4] El crítico Isaac León Frías, en su momento escribió que tanto Kukuli como Jarawi no llegaron “a configurar un movimiento indigenista en el cine, similar al que existió en los campos de la literatura, la música y la pintura en las primeras décadas de este siglo”, añadiendo, sin embargo, que las dos “dieron su aporte a esa tradición.” Ver “Hacia una historia del cine peruano”, en El cine peruano visto por críticos y realizadores, Balmes Lozano (compilador), Cinemateca de Lima, noviembre de 1989, p. 30.
[5] Ver Ricardo Bedoya, 100 años de cine en el Perú, Lima, Universidad de Lima-Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1992, p. 150.
[6] Blanco, León Frías, Guevara, “El realizador frente a su obra”, en “Hacia una historia…”, p. 50.
[7] César Lévano, un admirador del cine cuzqueño, ha expresado sobre Kukuli lo siguiente: “En su día, los críticos de “Hablemos de cine” le reprocharon exceso de folklorismo. Quienes hemos tenido el privilegio de verla en Europa, no podemos coincidir con este dictamen estetizante”. Ver César Lévano, “De Kukuli a Túpac Amaru”, en La República, Lima, 1 de julio de 1984.
[8] Ver entrevista de Irela Nuñez a Luis Figueroa, en El cine en el Perú: 1950-1972, p. 126.

Crédito de la imagen

martes, 31 de diciembre de 2013

SUCESOS DE ESCRITURA

ESTE ES el tipo de investigación que luego de ocupar un lugar en los anaqueles de una facultad, adquiere derecho de ciudadanía asumiendo la forma de un libro. En principio le sirvió a su autora como tesis para obtener su licenciatura y, posteriormente, no bastándole ese estatus, ganó la calle para buscar reconocimiento. No conocemos trabajos que hayan dedicado un estudio a la obra de Mario Bellatin, siendo este, para muchos, un autor de culto. Judith Paredes Morales tal vez sea la primera en esta empresa. Ella, usando una curiosa teoría, traída de los estudios de género, llamada Queer, atraviesa la obra del escritor peruano-mexicano. La perfomance de Paredes es bastante aceptable. Cumple –tal como exige Umberto Eco en su famoso libro Cómo se hace una tesis– con revisar críticamente la mayor parte de la literatura existente sobre el tema escogido, exponiendo en el texto claramente sus ideas. Paredes ha sabido circunscribir su campo de acción a dos novelas –Efecto invernadero y Salón de Belleza–. Alrededor de estas versa su exposición. Cuando, por otra parte, uno revisa su libro Sucesos de escritura. Cuerpo y representación homoerótica en la narrativa de Mario Bellatin, uno puede notar que ha habido una buena distribución del material estudiado, un bien cuidado cálculo. Finalmente, su redacción ágil, sin pecar en los excesos de la crítica, asegura una buena lectura introductoria a quienes están interesados –o lo comiencen a estar– en la obra de Bellatin.

Lima, 31 de diciembre del 2013

jueves, 26 de diciembre de 2013

UN LIBRO SOBRE VARGAS LLOSA

DE LOS CUATRO trabajos aquí publicados sobre Vargas Llosa, el más controvertido es el referido al Diario de Irak. Lo que ha querido decir su autor, Jorge Valenzuela Garcés, sin mala leche, es que el liberalismo entra con balas. Para los desprevenidos hay que recordar que el Diario de Irak es un reportaje del escritor peruano en el que luego de censurar la incursión norteamericana en Bagdad, y ya en el campo de batalla, varía de posición para justificarla. Valenzuela presenta ejemplos de cómo el periodista Vargas Llosa, para defender su nuevo punto de vista, emplea las falacias argumentum ad misericordiam y non causa pro causa con las que intenta convencer de la corrección de sus posiciones. La lectura de Valenzuela es inteligente, fundamentada. No hay el propósito de malquistar al escritor con sus lectores, como sucede con los que le tienen inquina por razones ideológicas. Valenzuela para construir su crítica se vale de un marco teórico que tiene como eje al Max Weber de El político y el científico, de quien toma dos conceptos: la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”[1] Bajo ese esquema de trabajo, que denota rigor en el análisis, aborda el discurso vargallosiano del Diario de Irak y pone en aprietos a quienes desde las veredas del liberalismo siguen las tomas de posición del escritor peruano sobre la política nacional e internacional. Sin embargo, hay que hacer una precisión al autor, las “dinámicas del liberalismo” no tienen nada que ver con “la sincera creencia ideológica en que el destino de los Estados Unidos como el abanderado en llevar la democracia a sangre y fuego en Medio Oriente”, citando a Zizek. Ese rol autoimpuesto de los EE.UU. está aparejado con una visión imperial del mundo. Y una mirada así (como la tuvo el Imperio Romano y el Incaico cuando sometieron a otras naciones) está reñida con el liberalismo que preconiza la coexistencia en medio de las diferencias y la resolución de conflictos dejando a un lado la violencia.
Por último, las otras tres entradas sobre el universo vargallosiano –como la relacionada al escritor en tanto lector de Cien años soledad–, son bastante interesantes. Pero mejor dejo al lector para que saque sus propias conclusiones acerca de este libro –presentado hace poco en el Instituto Raúl Porras Barrenechea– que, desde ya, forma parte de los estudios que analizan la obra y el pensamiento del premio Nobel peruano.

Freddy Molina Casusol 
Lima, 26 de diciembre del 2013



[1] Sobre el asunto de la responsabilidad del escritor en Vargas Llosa, el crítico José Miguel Oviedo escribió “Vargas Llosa entre Sartre y Camus”, en http://ruc.udc.es/dspace/bitstream/2183/8575/1/CC-05art6ocr.pdf.

sábado, 21 de diciembre de 2013

EL LEÓN VIEJO Y UN JOVEN CRÍTICO

EN 1989 fue presentada para su aprobación en la Facultad de Letras de San Marcos, la tesis de bachiller de Carlos García - Bedoya Maguiña, Para una periodización de la literatura peruana. La tesis fue precedida de sendos elogios del crítico literario Tomás Escajadillo, quien había oficiado de asesor del joven García Bedoya. Escajadillo –que por lo general era circunspecto y de muy poco hablar en las sesiones de Facultad– aquella vez fue muy locuaz, no escatimó elogios para su asesorado, a quien presentó como una joven promesa en los estudios críticos de la literatura peruana. En su alocución destacó que esta durante años había estado bajo el influjo de Luis Alberto Sánchez, cuyo libro La Literatura Peruana estaba plagado de errores, y que trabajos como el del joven García Bedoya eran un aporte para su mejor comprensión. García Bedoya era hijo del distinguido embajador Carlos García Bedoya Zapata. Venía, pues, acompañado del prestigio del padre (los profesores de literatura de San Marcos decían: “el hijo del embajador García Bedoya estudia en la Escuela”).

Luego de las formalidades del caso y las palabras elogiosas del asesor, la tesis fue aprobada sin mayor trámite. El joven García Bedoya ya era Bachiller (en una época cuando para ello era indispensable presentar una tesis). Pasado el tiempo, un año más o menos, encontré en una librería del centro de Lima, la afamada tesis en forma de libro. Había sido publicada en el sello de Antonio Cornejo Polar, crítico de renombre y exrector de San Marcos, Latinoamericana Editores. El joven tesista había recibido un espaldarazo. Cornejo no era cualquier crítico, su nombre se codeaba con el de Ángel Rama, crítico uruguayo que cuestionó a Vargas Llosa en el tema de los demonios literarios cuando este publicó García Márquez. Historia de un deicidio.

Después de pujar el precio con el vendedor, me llevé el susodicho ejemplar. Ya en mi casa, y acomodado en el sofá, me dispuse a leer la tesis que un año atrás había aprobado (ya que era miembro, en calidad de estudiante, del Consejo de Facultad). La primera impresión fue, sin exagerar, de fiasco. Me parecía que esa artificiosa propuesta de periodización de la literatura peruana de García Bedoya no era lo que Escajadillo había dicho en el Consejo: un desarrollo de las ideas literarias de Mariátegui expresadas en sus 7 ensayos, sino que era deudora de la división hecha por Macera en sus Trabajos de Historia (volumen I), que tiempo atrás había leído en la edición especial de la Facultad de Ciencias Sociales. Bueno, me dije, no era la primera vez que se exageraba las bondades de un libro por obra de un apologista, así que lo dejé pasar. La sorpresa vino después. Me llamó mucho la atención la extensa nota final con la que el joven García Bedoya dejaba malparado a Luis Alberto Sánchez, en especial las fechas y datos de nacimiento de ciertos poetas (los de Lauer y Marco Martos, por ejemplo). Algo había adelantado Escajadillo en sus elogios a García - Bedoya Maguiña, de que este había hecho una serie de enmiendos a Sánchez, los cuales habían sido detectados en las sucesivas ediciones de su Literatura Peruana.

Luego de leer la nota y tener la sensación de que se había ensañado –con afanes de lucimiento intelectual, creo– con Sánchez, tuve una inquietud. Echado como estaba en el sofá, me incorporé y fui a mi pequeña biblioteca. Mi padre hacía muchos años atrás había comprado cuando era adolescente, y a instancias mías, La Literatura Peruana de Luis Alberto Sánchez. La abrí, y una por una comencé a cerciorarme si las rectificaciones de García Bedoya concordaban con las que había publicado en su libro. Y con no poco sobresalto descubrí que buena parte de ellas habían sido corregidas por el viejo maestro. ¿Qué había pasado? Cuando veo la fecha de edición, compruebo que era la de 1981 y las correcciones del joven tesista se habían hecho tomando como base la de 1975 (como él mismo lo indicó en su nota). Exaltado por el hallazgo llamé por teléfono a Marco Gutiérrez, profesor de literatura de San Marcos. Al notar mi tono de voz ansioso por el fono, me preguntó: “¿Qué pasa, Freddy”? “He descubierto algo, profesor”, le dije. Y le conté. Luego lo inquirí: ¿Tiene usted La Literatura Peruana de Sánchez”. “Sí”, me dijo. “¿La de 1975?”, volví a interrogar. “No recuerdo”, contestó. ¿Lo puedo visitar en este momento?”, me atreví a decirle. “Ven”, me respondió. Ya en su oficina, me llevó a su estudio y sacó los ejemplares de La Literatura Peruana de Sánchez. Eran los de la edición de 1975. Luego comencé a verificar, una por una, las rectificaciones hechas por el joven García Bedoya en su nota final. Todo estaba bien; pero había un problema. Si él había sido presentado como una joven promesa que iba a enderezar los errores del viejo maestro, ¿cómo podía explicar que para redactar sus puntillosas correcciones a Sánchez, se hubiera basado en la penúltima edición de La Literatura Peruana, la de 1975, y no en la última, la de 1981, donde aquél había corregido buena parte de sus errores? La falta era tan elemental que hubiera hecho sonrojar a cualquier estudiante de los primeros años de Estudios Generales de Letras. Lo peor de todo es que había arrastrado en su error a Cornejo Polar, en cuyo sello, Latinoamericana Editores, había sido publicada la tesis; a Tomás Escajadillo, quien fue asesor de la misma; y a Miguel Ángel Huamán, futuro crítico literario, a quien agradecía la lectura del trabajo (“cuyas incisivas críticas –decía– han ayudado a hacer más riguroso este modesto esfuerzo”). Ninguno se percató de esta “gaffe”.

Tras tomar un café con Marco Gutiérrez y escucharlo lamentarse del carácter sociologizante en el que habían incurrido los estudios literarios[1], me puse a escribir un artículo sobre el asunto, pero me salió tan malo que desistí en publicarlo. Muchos años después –2004–, visitando la librería de San Marcos, me topé con la segunda edición de la tesis del no tan joven García Bedoya. No revisé su contenido porque lo conocía de sobra. Curioso, me fui a la parte final. Para sorpresa mía ya no figuraba la nota que había originado el juicio severo del joven crítico con el viejo maestro. En su lugar los editores habían puesto otra cosa. Advertidos, con seguridad, de que no era conveniente republicarla, la habían suprimido. Eso es lo que imagino.

Todavía tengo en mi casa esa primera edición, esa en la que el entonces joven crítico parecía rectificar al viejo maestro. Cada vez que la veo evoco lo que me dijo alguna vez un amigo: “Freddy, la historia siempre se repite: el león joven quiere derribar al león viejo”.

Siempre, hasta que el león viejo le recuerda, de un zarpazo, cuál es su lugar.

 

Freddy Molina Casusol

Lima, 18 de diciembre de 2013



[1] En 1991, Carlos Arámbulo López, en una nota en la que recuerda a T.S. Eliot y la necesidad de revisar el aparato crítico, escribió: “Decimos esto porque notamos cómo los estudios críticos sobre literatura peruana han sido copados por una vertiente historicista con nombre propio: la de las literaturas heterogéneas propuesta por Antonio Cornejo Polar. A este respecto notamos cómo una ‘nueva’ generación de críticos o aprendices de críticos suscriben, sin mayores aportes personales las tesis (homogéneas) de Cornejo. Citamos como ejemplo el trabajo de Carlos García Bedoya, joven egresado de la UNMSM, seguidor fiel de Cornejo, quien anunciaba en el título de su libro Para una periodización de la literatura peruana un aporte ordenador o que pusiese de manifiesto la imbricación entre las dos secuencias pertinentes con respecto a este tema: la secuencia histórica y la literaria. Finalmente, y como resultado de una fugaz lectura de las tesis de Jauss, la preminencia de lo histórico sobre lo literario es notoria. Su trabajo resulta periodizando más la historia del Perú que la de su propia literatura, no obstante el estudio, forzado, de los trabajos de Ángel Rama, claramente rastreables cuando García Bedoya enfoca el tema de la coexistencia temporal de diversas corrientes literarias”. Y luego de saludar la publicación de la tesis de Camilo Fernández, Las ínsulas extrañas de E.A. Westphalen, remató con lo siguiente: “Desde aquí abogamos por un resurgimiento del ambiente polémico que deseche el compadrismo y la sobonería mutua imperantes en los estudios literarios, lo cual solamente nos conduce por el sendero del abotargamiento mental, la inanez y la repetición simiesca.”. Ver “Nueva crítica y nueva novela”, Carlos Arámbulo López, en Revista, suplemento cultural de El Peruano, 7 de marzo de 1991, C/22.

lunes, 4 de noviembre de 2013

ALGO MÁS SOBRE EUDOCIO RAVINES Y “LA GRAN ESTAFA”

HA IDO al rescate de una de las figuras más odiadas en la política peruana de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta. Lo ha presentado como una víctima de la ilusión comunista, la que abandona para abrazar fervorosamente el credo liberal promovido por Pedro Beltrán –en cuyo diario, La Prensa, ocupó una función directriz–. Paul Laurent –director de la revista digital Altavoz– ha escrito un artículo, “Eudocio Ravines, el otro revolucionario”, que es una especie de rehabilitación política de Eudocio Ravines, cuyo nombre es aún, para muchos, sinónimo de “traidor”.
Pero para poner las cosas en su sitio le ha salido al frente Rafael Dummet. Él, en un artículo, “Muchas manos en un plato” –bastante bien informado y enriquecido con variedad de fuentes–, cuestiona que Laurent haya tomado “como simples rumores la afirmación de que Ravines trabajó para la CIA”.
Sin embargo, Dummet tampoco puede exhibir una prueba que confirme esa especulación (anota, a modo de consuelo, que “está a la espera de un trabajo de largo aliento que señale puntualmente la relación entre Ravines y la CIA”[1] ). Opta, para abordar la figura de Ravines, por desarrollar otra línea de análisis: la que demuestra, como veremos más adelante, la intervención de la CIA en la edición, traducción y publicación de la primera edición en inglés de su libro La gran estafa, así como la colaboración de Ravines en ese proceso.

El enfoque de Laurent, por otra parte, es sugestivo porque echa una nueva mirada sobre un personaje político que ha sido cubierto con el manto de lo siniestro. Nunca una voz se ha alzado para interpretar las razones por las cuales Ravines dejó el socialismo, para asumir una defensa del capitalismo y el libre mercado. Siempre fue apostrofado y su nombre vilipendiado por ello.
El único, haciendo un poco de memoria, que abogó por él fue Luis Alberto Sánchez. Eso ocurrió cuando el gobierno de Velasco le quitó la nacionalidad –hecho que lo convirtió en un apátrida–. Sánchez no estuvo de acuerdo con ese despojo.

Dummet ha hecho un interesante trabajo de seguimiento del personaje, ha recogido pesquisas por aquí y por allá, ha atado cabos y convocado a historiadoras como Magdalena Chocano, para demostrar que en la edición, traducción y publicación en inglés de La gran estafa, hubo injerencia de la CIA. Su esfuerzo nos ha recordado el trabajo de sabueso que realizaba Carlos Malpica, quien, en Los dueños del Perú, descubrió los vínculos y nombres de las familias más poderosas del país que eran propietarias de empresas, negocios e inmobiliarias, en territorio nacional.
Sin embargo, ¿eso qué prueba? ¿Demuestra que la CIA le dictó a Ravines lo que tenía que poner en su libro? Ravines, a tenor de lo leído en las primeras páginas de La gran estafa –colgadas en un portal de internet–, no necesitaba que una agencia de espionaje lo indujera a escribir contenidos convenientemente dirigidos. Ya estaba decepcionado del comunismo internacional. Además, cuando los agentes de la CIA –o sus amanuenses encubiertos– tienen conocimiento de la existencia del libro, este ya estaba escrito. Solo se limitan, tal como se puede leer en la investigación de Dummet, a traducirlo del español al inglés para una versión recortada (The Yenan Way) que vio la luz pública en 1951, nada más. Hay que recordar, igualmente, que se vivía los tiempos de la Guerra Fría y todo material o libro que maltratara la figura del adversario ideológico –en este caso la Unión Soviética– era bienvenido; por lo tanto, el trabajo de Ravines cayó a pelo en esa época. De allí su acogida por la CIA para su publicación –como se sospecha– con fondos secretos. Eso de ningún modo prueba que el autor de La gran estafa trabajara directamente para esta agencia como se ha dicho, y se sigue repitiendo, para descalificarlo. Y si colaboró en la traducción –y en todo lo demás– era porque siendo el autor del libro tenía que autorizar que partes se podían cortar –como así sucedió– de la versión española para hacerla asequible al lector en inglés; o para esclarecer el significado de una palabra en castellano antes de ser trasladado al anglosajón, como suele ocurrir cuando se traduce un texto de un idioma a otro.
Lo que pasa es que el autor de “Muchas manos en un plato” no ha querido ser indulgente con Ravines, como, por ejemplo, sí lo ha sido con Norman Thomas, político socialista norteamericano y seis veces candidato a la presidencia de su país, quien pudo haber sido el prologuista del libro de Ravines –y que al final no lo fue por razones que aún se desconocen–, cuando recuerda en su artículo que este “fue presidente de la sección norteamericana del Congreso de la Libertad Cultural, una organización que, muy probablemente, sin que él lo supiera, era también financiada por la CIA”[2]. ¿Por qué no creer que esto mismo –que sirve a Dummet para exonerar a Thomas de cualquier relación con la inteligencia americana–, pudo haber ocurrido con Ravines y que su libro, en lo que atañe a su edición, traducción y primera publicación, “muy probablemente, sin que él lo supiera, era financiado por la CIA”? ¿Por qué para uno sí puede valer este razonamiento y para el otro no?

No obstante, hay que considerar dos cosas:

1) Que, el periodista Juan Gargurevich ha recordado en una nota, “Kit Cachetada Ravines”, que una investigación del The New York Times, fechada el 26 de diciembre de 1977, sobre la relación de la CIA y los medios de comunicación, consignaba el nombre de Ravines “contratado como escritor”; y

2) Que, en la nota 2 del artículo “Ravines, la CIA y el venao” de Silvio Rendón, se puede leer lo que escribió Philip Agee, exagente de la Central de Inteligencia Americana, en su libro Inside the Company. CIA Diary (Bantam Books, New York, 1975) sobre Ravines. Se refiere a él como “propaganda agent” y “penetration agent” (nos fiamos del articulista para consignar los números de página: la 542 en este caso), y como “Peruvian communist who defected from communism to publish book. CIA agent” (p. 649).

Respecto al primer punto, la publicación del The New York Times de dicha fecha dice: “Other publishing houses that brought out books to which the C.I.A. had made editorial contributions included Charles Scribner’s Sons, which in 1951 published “The Yenan Way” by Eudocio Ravines, from a translation supplied by William F. Buckley Jr., who was a C.I.A. agent for several years in the early 1950’s” (Otras casas editoriales que publicaron libros a las que la CIA ha hecho contribuciones editoriales incluyen la casa editorial “Scribner’Son”, que en 1951 publicó “The Yenan Way” de Eudocio Ravines, de una traducción suministrada por William F. Buckley Jr., quien fue un agente de la CIA por varios años a inicios de los 50).

De esto podemos deducir lo siguiente, que lo que afirma el periodista Gargurevich en su nota periodística no es justo –ni equilibrado– en el sentido que ha querido sugerir: de porque Ravines figuraba en el staff de escritores publicados por la casa Scribner ya era un agente de la CIA. Quien estaba identificado como tal era el traductor Buckley y no Ravines. Publicar un libro en una casa editorial que recibe dinero de la CIA, sin que lo sepa su autor, no lo convierte automáticamente en uno de sus agentes.

Respecto al segundo punto, este sí es un señalamiento directo de alguien que estuvo dentro de la agencia y conocía, con cierto grado de seguridad, quién estaba a su servicio. Pero, ¿demuestra que Ravines fue un agente rentado por la CIA para escribir La gran estafa? No, porque si entendemos literalmente lo dicho por Agee, que Ravines era un “comunista peruano que defeccionó del comunismo para publicar un libro (debemos suponer que se refiere a The Yenan Way o La gran estafa en inglés)” y acto seguido lo estampilla con un “agente de la CIA”, uno puede inferir que esto último es consecuencia de lo primero y, como ya hemos visto, el libro –por el cual se le vincula con la agencia– ya estaba listo cuando el traductor Buckley –quien sí era agente– lo encuentra[3]. Además Agee –o la CIA– era un tanto arbitrario a la hora de señalar quién era hombre de la agencia, como veremos a continuación.
Quedan aún por desbrozar dos acusaciones más de Agee en contra de Ravines: la de que cumplía una doble función como agente de penetración y propaganda. Cuando se lee la versión (incompleta) en español de Inside the Company, uno encuentra que el propio exagente de la CIA tipifica como agente de penetración a aquel que se infiltra en las organizaciones comunistas o en las instituciones públicas donde el gobierno norteamericano le interesaba llegar para obtener información. Para ello reclutan gente decepcionada del ideario comunista –un excomunista– a quien convencen para que se reinserte en el partido comunista local, pero esta vez en calidad de informante, por lo cual recibe dinero de la agencia. Como ejemplo Agee relata lo ocurrido en Ecuador –país donde estuvo destacado– con Atahualpa Basantes. Basantes era amigo de Oswaldo Chiriboga –un líder velasquista que informaba por entonces a la CIA de la campaña de Velasco Ibarra en su propósito de volver a la presidencia–. Chiriboga un día informó a la agencia que su viejo amigo Basantes –un ex miembro del PC ecuatoriano– pasaba dificultades económicas. De inmediato, relata Agee, le fue ordenado a Chiriboga que persuadiera a su amigo para retornar al partido. Basantes lo hizo y se convirtió en “consejero” de Chiriboga en los temas relacionados al PCE y la campaña de Velasco; por esa consejería y por alcanzar informes a su amigo –los que luego eran procesados por la inteligencia americana–, y sin que él supiera su origen, Basantes recibía de Chiriboga, “cantidades modestas de dinero” –“técnica clásica de la estación [entiéndase: agencia de la CIA en el país] para establecer una relación de dependencia con un agente en perspectiva”, dice Agee–. El vínculo, posteriormente, se diluyó cuando acabaron las elecciones. Basantes nunca supo que fue “agente de la CIA”. Lo consideraban como tal –y le asignaron un código de identificación– porque pagaban los “consejos” e informes que proporcionaba a su amigo (a quien él cobraba). Así cualquier incauto podría caer en la categoría de asalariado de la CIA.

Visto lo anterior, preguntamos: ¿Fue esta la función que cumplió Ravines en el país, la de un agente de penetración de la CIA? Si se trata de la primera época de su vida, cuando se había “infiltrado” en el Partido Comunista del Perú [4], lo mejor sería decir que era un doble agente, ya que está comprobado que tenía contactos estrechos con la inteligencia soviética (sino cómo habría escapado del hospital Guadalupe, donde estuvo internado en diciembre de 1932, he ido a la URSS sin el apoyo de Moscú); si se trata de la segunda época, cuando era un convencido de las bondades del capitalismo, deberíamos interrogarnos por la capacidad de “penetración” que podía tener si ya estaba identificado por sus excamaradas como un apostata. Por cualquiera de los dos lados, la figura no calza.

¿Era, entonces, Ravines agente de propaganda de la CIA? Volvamos de nuevo a Agee. Él en su libro recuerda de su paso por el Ecuador a Carlos Salgado, “un ex comunista considerado por muchos como un sobresaliente periodista político liberal en el país”. Lo señala como el agente principal encargado para distribuir y ubicar la propaganda de la agencia. Salgado, apunta, tenía una columna que aparecía varias veces por semana en el principal diario de Quito, El Comercio. Indica además que un agente John Bacon le proporcionaba los temas nacionales e internacionales que debía redactar.

Parecería que esto podría encajar en el perfil de Ravines. Él, como Salgado, era un excomunista; y, como Salgado, un periodista político liberal –y anticomunista, si se toma en cuenta los testimonios de los que lo leyeron o sufrieron sus escritos–. Hasta allí todo bien. El problema surge cuando se trata de calzar la imagen de un Ravines recibiendo indicaciones de un agente de enlace de la CIA para destacar ello o aquello en sus artículos de opinión. Él era demasiado independiente y díscolo. Además era un converso al capitalismo, no había necesidad de orientar la ruta de sus artículos, su propio olfato periodístico le decía por donde atacar y qué temas abordar. No en vano había asumido la dirección de La Prensa. A menos que se piense que por ser el “cazarojos favorito de la derecha local”, como recuerda Gargurevich, recibiera una remuneración proveniente de la CIA. Esto último es posible, no hay que negarlo –en especial si se trata de política donde uno nunca puede determinar el verdadero rostro de la gente–. Pero así como se sostiene esto, también lo puede ser el hecho de que este hombre –como al final de su vida confesó– haya querido resarcir auténticamente el supuesto daño que ocasionó cuando era militante comunista. En todo caso, lo que hay, mientras no aparezca una prueba concluyente, es una duda. Y, como sabemos de sobra, la duda siempre favorece al reo.

Freddy Molina Casusol
Lima, 1 de noviembre de 2013


[1] Hay que recordar que Ravines, tal como Laurent cuenta en un pasaje de su artículo, estuvo internado en el desaparecido Hospital Guadalupe del Callao. De dicho nosocomio fugó gracias al apoyo que recibió de los servicios de inteligencia del Kremlin. Lo que queremos decir es que en ese caso, allí sí no se establecen los vínculos convenientes de Ravines con el espionaje soviético. ¿Por qué? Porque estaba del lado políticamente “correcto.
[2] Vargas Llosa en sus memorias habla de la recepción de fondos de la CIA de este Congreso. Ver capítulo “El intelectual barato”, en El pez en el agua, Mario Vargas Llosa, Seix Barral-Biblioteca Breve, 1993, p. 308.
[3] Tampoco es muy válido creer que Buckley le haya ayudado a escribir La gran estafa. Magdalena Chocano, al respecto, dice lo siguiente: “La noticia sobre la redacción de La gran estafa de la enciclopedia (sobre espías y agentes provocadores) de WendellMinnick, es un poco confusa porque sugiere que Ravines habría escrito la versión castellana con ayuda de Buckley, que tenía un buen conocimiento del castellano, el cual podría incluir la habilidad para escribirlo, pues estudió en México, donde su familia tenía inversiones en el sector petrolero (Chris Weinkopf, “Buckley off thefiring line”, en Frontpagemagazine.com, setiembre, 1999), pero no es creíble que dado el amplio oficio periodístico de Ravines, se hiciera cargo de la redacción en castellano de la obra de este. Además en las cartas del editor J.G. Hopkins, se habla claramente de problemas de traducción del castellano al inglés.” Ver “La memoria tránsfuga: mediaciones estéticas y guerra fría en el testimonio de Eudocio Ravines”, Magdalena Chocano.
[4] El historiador Alberto Flores Galindo ha dicho de él que “fue un cuadro de la Internacional y el comunismo peruano”. Ver “Eudocio Ravines o el militante”, en Obras completas IV, Alberto Flores Galindo, Concytec-SUR, 1996, p. 91.

martes, 8 de octubre de 2013

EL COLEGIO DE PERIODISTAS Y LAS CAUSAS PERDIDAS

LAS ÚLTIMAS NOTICIAS que tuvimos de la existencia de un gremio periodístico en el Perú fue allá por los años ochenta, en un librito editado por el Colegio de Periodistas que tenía estampada la firma de Juan Vicente Requejo, El periodismo en Piura (1983). Antes, por otro libro de Juan Gargurevich, Mito y verdad de los diarios de Lima, supimos de la existencia de dos gremios: la Federación de Periodistas del Perú (FPP) y la Asociación Nacional de Periodistas (ANP), que, como perro y gato, paraban peleándose por ser reconocidas en el medio periodístico peruano –cosa que nunca ocurrió por vivir jaloneadas en rivalidades políticas (una acusaba a la otra de ser aprista; y la otra a la primera de estar alineada con El Comercio, es decir la derecha)–. Una locura. Lo que sí quedaba muy en claro es que cualquiera de las dos que quisiera erigirse como defensora de los periodistas peruanos no alcanzaba la medida necesaria.

Posteriormente, apareció el Colegio de Periodistas con el noble fin de unificar a ambas ramas condenadas a la extinción. Sin embargo, el Colegio volvió a replicar los mismos defectos que sus antecesores: peleas intestinas, acusaciones de malos manejos, etc. Eso ocasionó que mucha gente con buenas intenciones se alejara y que un periodista como César Hildebrandt dijera que no estaba inscrito en sus filas porque hasta el panadero tenía colegiatura. O sea, cualquiera.

El Colegio tuvo un solo momento de brillo. Eso ocurrió en febrero de 1983, cuando Mario Castro Arenas, a la sazón decano nacional, integró la Comisión Investigadora de los sucesos de Uchuraccay, presidida por el escritor Mario Vargas Llosa, quien buscó esclarecer la muerte de ocho periodistas–conocidos ahora como mártires de la prensa peruana– en las alturas de la sierra ayacuchana.

Desde entonces, el gremio que debiera reunir a los periodistas nacionales navega en la inercia. Solo acceden a sus cargos personajes grises, sin mayor relevancia en el ambiente periodístico. A tenor de las recientes informaciones que se tienen de sus próximas elecciones a nivel nacional, el asunto ha empeorado. Hay quienes, respondiendo a intereses de grupo, quieren seguir manteniendo la hegemonía en el Colegio. Vaya uno a saber los motivos que los empujan a ello.

Pero tal vez las cosas no estén tan perdidas. Por allí ha surgido un candidato –¿outsider?– que desde que ha hecho su aparición ha comenzado a recibir adhesiones. ¿Su nombre? Alfredo Vignolo Gonzáles del Valle. Él es un periodista de la vieja escuela, aquella que, a pesar de los estudios universitarios (hizo su carrera en la Universidad de Lima), se hizo fundamentalmente en la calle. Vignolo ha asomado solitariamente para impregnar en estas justas electorales del gremio periodístico una dosis de ética y, por qué no decirlo, de honestidad. No lo conozco personalmente, pero sí he tenido la oportunidad de estar al tanto de su trayectoria en diferentes medios de comunicación de la capital, tanto como director, asesor o jefe de prensa. Es, por tanto, un profesional que ama el oficio y que, como muchos, se subleva ante la posibilidad de seguir viendo al garete esa nave llamada Colegio de Periodistas del Perú.

¿Por qué los afiliados deberían de votar por él y no por otro?, se preguntará alguien por allí. Porque lo otro sería mantener el status quo actual. Esto es, la improvisación y el culto a la personalidad de la actual gestión, las cuales se pueden verificar revisando la página web de la filial de Lima, diseñada exprofesamente para destacar la figura de su actual decano, el señor Óscar Olórtegui. Y porque no hay, en verdad, en el gremio un profesional que defienda a cabalidad los derechos de todos los periodistas peruanos, a pesar de que su Estatuto se lo demanda.

En comparación, por poner un ejemplo, con el Colegio de Abogados de Lima –que ha tenido decanos que incluso han aspirado la presidencia de la República–, el Colegio de Periodistas de Lima nunca ha tenido un periodista de fuste que haya tomado sus riendas. Quien ostenta el cargo en estos momentos es un ilustre desconocido y con escasa trayectoria.

Jorge Luis Borges decía: “A un caballero solo le interesan las causas perdidas”. Tal vez esta sea una de ellas. El esfuerzo quijotesco de Vignolo –denunciando y alzando su voz de protesta en el mar proceloso de la indiferencia– califica en ese rubro. Servirá de ejemplo para contrariar a quienes creen aún en estas elecciones gremiales que la picardía y el sacar ventaja sobre los demás es la norma en este mundo. 

Felizmente, hay gente como él para objetar esta afirmación. Eso reaviva nuestra fe en que las cosas pueden ser muy diferentes. El periodismo y las futuras generaciones de periodistas se lo agradecerán, estoy seguro.

Freddy Molina Casusol
Lima, 8 de octubre del 2013

Crédito de la foto: Diario "La Primera"

EL ORDEN DEL ALEPH

EL autor ha apuntado a un solo cuento de su universo. Ha auscultado al detalle los mecanismos y resortes que componen su relojería. Faverón ...